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Oficios del tren: el director*

La Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (MZA) y la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España se constituyen y terminan como las dos grandes compañías del sector antes de la creación de Renfe (1941), precisamente por la nacionalización de estas y el resto de firmas que operan en nuestro país. El capital de los Rothschild y los Pereire se hace patente en ambas concesionarias, respectivamente, lo que propicia su crecimiento y expansión de forma que, al inicio del siglo XIX, ya controlan algo más de un tercio de la red ferroviaria. Pese a su antagonismo, sus accionistas rubrican un acuerdo para repartirse tráficos, fijar precios de transporte conjuntos y asignarse áreas de influencia. Norte cuenta con 3.205 kilómetros de red y MZA, 2.701 kilómetros.

Por volumen de activos, Norte pasa de ser la decimoctava empresa de Europa en 1890 a ser la décima del continente a partir de 1917; de igual forma, MZA pasa de ser la decimonovena, a la undécima de Europa en los mismos años, siempre detrás de la concesionaria de los Pereire, pero muy cerca de ella. Ambas firmas no solo sellan grandes pactos, sino que llegan a vislumbrar la fusión. Las dos grandes empresas de capital francés creen que la unión refuerza su posición frente al Gobierno y frente al mercado. Aunque nunca llegan a fusionarse, hay tres momentos en los que se acercan (1904, 1919 y 1931). En los tres intentos, la iniciativa parte de Norte y la indecisión la protagonizan los accionistas de MZA. Entre otras razones, establecen como puntos negativos la deficiente estructura de gestión, su mala situación económico-financiera y la equivocada estrategia de confundirse respecto a su principal enemigo, el Estado. Pero no culminan la fusión, principalmente, porque los directivos de ambas empresas consideran que pierden su posición económica y de poder; algunos son consejeros de ambas, y creen que al fusionarse pierden una de las gratificaciones. Tampoco la quieren los políticos; pierden lo que hoy en día se conoce como ‘puertas giratorias’, ya que muchos acaban su vida profesional en los consejos de Norte y MZA.

Estas diferencias de criterio provocan la pérdida de perspectiva de directivos y accionistas, ya que de poder sumar ambas empresas, la resultante sería aún más relevante; la potencial nueva firma alcanzaría una de las posiciones más importantes de España, y se situaría entre las once más importantes de Europa. Pese a los evidentes beneficios que se pueden ver desde el exterior, son pocos los que actúan desde dentro para llevar a buen puerto este propósito y los tímidos intentos por sumar se diluyen como un azucarillo en el agua.

Nuevamente me veo obligado a hacer una precisión sobre el tema elegido para el epígrafe de esta sección y justificar el asterisco del inicio (*). Sensu stricto, la dirección no es ningún oficio, sea en el ferrocarril o en cualquier sector de la economía. El oficio requiere una habilidad manual o de esfuerzo físico y un dominio o conocimiento de la propia actividad laboral. Si bien es evidente que a los directores se les presupone el entendimiento sobre las tareas ferroviarias (aspectos claves para la explotación del negocio), no es menos cierto que no suelen baja al barro, como vulgarmente se dice, para demostrar su saber. Ni tienen por qué hacerlo. Además corresponde su designación al consejo de administración que solo responde de sus decisiones ante los accionistas y nunca ante los trabajadores.

La gestión de las compañías ferroviarias recae sobre los directores, cuya continuidad resulta, además, muy importante para la buena marcha de las misma, más incluso que la de consejeros y presidentes. La figura de dos directores destaca sobre todos los demás. Eduardo Maristany y Gibert (1855-1941) y Félix Boix (1858-1932) son en MZA y Norte, respectivamente las figuras más preclaras, aunque en este caso la balanza se inclina claramente hacia el primero. MZA está mejor gestionada, con un capital organizativo muy desarrollado, centrado en un gran líder como es Maristany. Norte tiene el consejo dividido, con empleados poco eficientes, y con un director como Boix, considerado por la cúpula de MZA, como un mal gerente. Norte y MZA están enemistadas en origen por las dos familias francesas, pero posteriormente se contemplan unidas por los dos directores españoles.

Maristany es un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, que durante muchos años dirige la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante. Es el prohombre de las empresas ferroviarias, especialmente desde su ascenso en 1908 a la dirección de MZA, hasta que en 1934 se jubila voluntariamente. Destaca como constructor, con el túnel de Argentera, y escribe multitud de artículos y libros. También sobresale por su visión de las relaciones laborales, propia de un liberal puro, y su influencia decisiva en la política ferroviaria de la época. Este catalán deja una profunda herencia en la gestión y procedimientos de trabajo, que se prolonga más allá de la nacionalización ferroviaria de 1941. Sustituye a Nathan Süss, quien alega para abandonar el puesto, tras nueve años al frente de la dirección, estar necesitado de prestar atención al cuidado de su salud. Sin negar esta razón, en realidad las empresas ferroviarias deben “españolizar” sus órganos de dirección desde hacía tiempo, y MZA fija su atención en este ingeniero que tiene 53 años cuando es nombrado para el cargo, con 24 años de experiencia en el ferrocarril.

Su papel en la compañía de los Roschild es complejo, dado que también forma parte del consejo de administración, así como de los organismos directivos de la empresa. El catalán representa los intereses de la propiedad en la dirección, ya que son los accionistas mayoritarios quienes lo designan y, por tanto, es la pieza clave de su delegación para supervisar el trabajo de los directivos. Desde su llegada a la dirección general todos los nombramientos del consejo de MZA pasan por sus manos, y París se limita a asentir sus propuestas. «Maristany es una espectacular ‘correa de transmisión’ del engranaje fundamental del gobierno corporativo en cualquier empresa, en el siempre difícil juego de la delegación y supervisión entre accionistas, consejo de administración y directivos», sostienen los autores de un trabajo biográfico sobre su figura.

La participación de la banca y los financieros no supone que su intervención dé forma a estrategias o estructuras organizativas. Todos juntos en el consejo de MZA constituyen un poderoso grupo de presión, en una operación organizada y controlada directamente por Maristany, quien cuenta con el respaldo de París. Pero además Maristany está en la cúspide de los directivos. Es un perfecto conocedor de los ferrocarriles estadounidenses y escribe sus «Impresiones de un viaje a los Estados Unidos», en el que aborda todos los temas ferroviarios, incluidos organización, explotación, régimen comercial y de personal. «Es decir, conoce las ideas de la figura del ingeniero Poor, realzada por Chandler, quien considera que la eficacia en la gestión ferroviaria radica en la organización para conseguir una división interna del trabajo; en la comunicación para crear sistemáticamente un flujo de información acerca de todas las tareas llevadas a cabo en las diferentes líneas; y en la información para efectuar un análisis continuo de todos los informes relativos al trabajo realizado. Así, los ejecutivos y directores generales se aprestan a tomar decisiones, siendo la estadística y la contabilidad sus piedras angulares», detallan los académicos citados anteriormente.

Fruto de la formación académica recibida en la Escuela de Caminos de Madrid y de la experiencia acumulada en la gestión de las empresas Nord y MZA, el ingeniero catalán desarrolla una filosofía social propia sobre las relaciones laborales en armonía de intereses y del optimismo, y el papel que en ella juegan “el esfuerzo personal, el progreso tecnológico y la independencia del científico». Cuando Maristany se convierte en director general de toda la red de MZA en 1908, se encuentra en su madurez y no viene ligero de equipaje formativo. Además, la ferroviaria tiene consolidado un sistema bien definido de relaciones laborales, que en lo sustancial él sólo retoca. De la dirección general emana la estructura piramidal del resto de la compañía. La regulación y control de los empleados se realiza en dos planos: orden general interno y orden específico de servicio. Maristany genera un verdadero alud de información, donde se muestra hasta qué punto ya rige en la empresa la lógica de mercados internos de trabajo.

Con sus “puertos de entrada” inicial, sus “escaleras” de promoción laboral y sus mecanismos de adquisición de habilidades y conocimientos en el puesto de trabajo, permiten reducir costes de transacción en la relación contractual empleador-empleado, y, por tanto, constituyen una forma eficiente de afrontar un novedoso y difícil problema de gestión de personal, consistente en seleccionar, formar, disciplinar y fidelizar a un número tan elevado de trabajadores para desempeñar un amplio abanico de tareas muy específicas. «Para obtener un personal debidamente capacitado y diestro -señala- es preciso que, además de exigirle al ingreso las condiciones de edad, robustez, moralidad e instrucción general, cuando se trata de empleos administrativos (…), el agente aprenda y se instruya en las diferentes especialidades del ferrocarril, tan varias y diversas”. Lo que se conseguirá mediante “una práctica de aprendizaje en el propio servicio”. Pero, en el caso del personal más cualificado, es obligado recurrir a los “cursos apropiados” impartidos en centros ad hoc como Universidades o Escuelas Especializadas».

Conocida también es la trayectoria ferroviaria de Félix Boix, ingeniero de caminos como el anterior de MZA, inicia sus primeros pasos en los caminos del hierro cuando ingresa en 1895 como director técnico en la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal. Años más tarde en la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, donde llega en 1908 a director, cargo que mantiene hasta su muerte, con un breve paréntesis entre 1919 y 1920 cuando dirige el Canal de Isabel II. Su figura es tanto o más conocida por su impronta en el mundo del arte, como coleccionista, bibliófilo, alentador de ediciones y exposiciones, crítico de pintura, académico de San Fernando y autor de diversas obras sobre la ciudad de Madrid, a la que en 1927 dona parte de sus colecciones que fueron el germen del Museo Municipal de la capital. El historiador ferroviario Francisco Wais Sanmartín cuenta que el consejo de administración de Norte encarga a Victorio Macho un busto escultórico colocado, pocos años antes de su muerte, sobre un pedestal de granito de tres metros de altura en el vestíbulo de la madrileña estación Príncipe Pío, lugar donde permanece hasta la primavera de 2001, fecha en que ingresa en el Museo del Ferrocarril de Madrid.

Entre 1908 y 1914 se produce un gran crecimiento de Norte, con mejora de sus finanzas, pero la Gran Guerra causa dificultades en la explotación, lo que, junto con una subida de precios, con las tarifas congeladas, provoca la crisis de todas las compañías ferroviarias. La crisis es objeto de debate en el II Congreso de Economía Nacional de 1917, en la Asamblea Ferroviaria de enero de 1918 y en el I Congreso de Ingeniería, ya a finales de 1919. En estos foros empieza a cuajar la idea de la nacionalización, como solución a los problemas del sector. Las posturas de las compañías de MZA y del Norte, personificadas por Maristany y Boix, son bien distintas: más combativa la de MZA, y más contemporizadora, la del Norte. Una de las consecuencias de la crisis es la decisión de electrificar determinados tramos de la red. El 24 de julio de 1918, con Francisco Cambós al frente del Ministerio de Fomento, se promulga la ley mediante la que el Estado concerta con la Compañía del Norte la electrificación del tramo de 60 kilómetros, entre el puente de los Fierros y Busdongo, en el Puerto de Pajares. Después Norte electrifica otros tramos, como los de Madrid-Ávila-Segovia y Barcelona- Manresa. Otra consecuencia es la subida de tarifas, autorizada por ley el 26 de diciembre de aquel año.

En 1919, Boix sale de la sociedad, por diferencias con el presidente del consejo de administración, y pasa a dirigir el Canal de Isabel II. Sin embargo, al cabo de poco tiempo, en junio de 1920, se reintegra a Norte con el puesto de administrador-director. Lo más destacado de su estancia al frente del Canal es la concurrencia de este organismo a la exposición del Congreso de Medicina e Higiene de 1919, en la que se otorga al Canal de Isabel II la Medalla de Honor. El ingeniero permanece al frente de la compañía hasta su fallecimiento, secundado por tres subdirectores eficientes: Olanda, Moreno Ossorio, conde de Fontao, y Enrique Grasset. Colabora en los trabajos del Consejo Superior de Ferrocarriles y es miembro de la comisión permanente de la Asociación Internacional de los Congresos de Ferrocarriles.

La relación de amistad entre Boix y Maristany se fomenta por ciertas casualidades de su perfil personal y profesional. Ambos son oriundos de Barcelona, hacen la carrera prácticamente al mismo tiempo y su formación es similar. Por un lado, viven en épocas similares; Boix nace en Barcelona en 1858 y muere en Madrid en junio del 32, mientras que Maristany nace en la Ciudad Condal en 1855 y muere en la misma en mayo de 1941. Por otro lado, acceden en el mismo año (1908) a la dirección general de las dos empresas rivales que nacen en los mismos años (MZA en 1857 y Norte en 1858), matrices de dos familias rivales francesas (Rothschild y Péreire) controladas por sus dos comités de París. Maristany dice que sólo reverencia en temas ferroviarios a Félix Boix” (destaca el biógrafo, ensayista, historiador y periodista García Venero).

Cuando este dimite de la dirección de Norte (para volver al año y medio), Maristany al ser requerido para emitir una opinión sobre temas varios por el Ministerio de Fomento argüía: “He de consultar a Don Félix Boix… Necesito conocer la opinión de Don Félix Boix” (García Venero). Son dos personas con una fuerte personalidad, pero con un carácter bien distinto, que se manifiesta en la forma de dirigir su organización: Norte con el conservador Boix y MZA con el más flexible Maristany. El diferente rasgo del responsable da dos perfiles de empresas bien distintas. Boix considera a Maristany como “siempre tuyo buen amigo y compañero” (Carta de F. Boix a Eduardo Maristany, 27 de noviembre de 1923). Por otro lado, García Venero, considera a Boix y Maristany como “fraternales amigos y al tiempo colegas”.

Boix y Maristany discrepan sobre las relaciones laborales y la dirección de la empresa. Cuando en 1912 se regula el descanso dominical, Norte carece aún de normas precisas sobre este particular, lo que se traduce en condiciones de trabajo muy duras, jornadas demasiado largas y descansos reducidos, no generalizados y a menudo sin retribuir. En marzo, se producen paros en los talleres de reparación de material móvil y motor de Norte en Valladolid. En ese mes, el sindicato de la Federación Nacional de Ferroviarios eleva sendos escritos al Gobierno y a la dirección, en los que figura como primera exigencia el cumplimiento de la Ley de Descanso Dominical. Norte considera que en ese año cumplía con lo estipulado en el contrato y además proporciona a los obreros una serie de ventajas sociales como economatos, ayudas económicas y gratificaciones.

En este clima de tirantez, en octubre de 1912, Boix remite a su colega Maristany y al ministro de Fomento sendos informes, uno “sobre las peticiones formuladas por el Congreso Ferroviario” y otro en el que detalla las “instituciones establecidas por la compañía a favor de su personal”. Estima Boix, que tales peticiones son disparatadas por su elevado coste (más de 20 millones de pesetas) y se muestra convencido de que el personal ferroviario, y muy en particular el de su red, está bien retribuido y tiene garantizado el puesto de trabajo, además de disfrutar de otras muchas ventajas laborales desconocidas aún en la mayoría de las industrias. Según Boix, carece de toda justificación esa manera “improcedente y arbitraria de exigir sacrificios no justificados” a una compañía que en este terreno siempre va por delante no sólo de todas las demás ferroviarias, sino también del propio Estado, como queda de manifiesto en los informes que adjunta. Con esto, Boix deja claro su rotunda negativa a reconocer ningún tipo de capacidad negociadora a los movimientos sindicales.

Norte también tiene un gran protagonismo en la primera huelga general indefinida de España, proclamada el 13 de agosto de 1917. La compañía de los Pereire se niega a readmitir a los despedidos por el conflicto de la violenta huelga general de Valencia de 19 de julio, al final desconvocada. El 2 de agosto de 1917, el Sindicato de Norte propone a la Federación Nacional de Ferroviarios una huelga general para el 10 de agosto. Las negociaciones entre empresas, trabajadores y gobierno fracasan. Los representantes sindicales deciden ir a la huelga el día 13. Norte despide a 6.000 operarios para reprimir la propuesta. A partir de 1917 se entra en un periodo de crisis debido al agotamiento de la guerra y a que las exportaciones generan escasez de alimentos, sobre todo en el interior del país. La falta de alimentos produce la crisis española de 1917 y la posterior huelga general.

La huelga tiene menos virulencia para MZA, a pesar de que concede menos ventajas a sus trabajadores que Norte. Por ello, resulta normal que una posible fusión inquiete en la primera porque consideran que el personal de Norte es más incómodo de dirigir que el suyo propio. Ambas compañías tienen diferencias de salarios, pero también del resto de ventajas de que disfrutaban los trabajadores. Norte concede muchos más privilegios sociales que MZA, por ello esta última empresa no ve clara una fusión pues tendrá que igualar por arriba y ello significa un considerable aumento de los costes. MZA teme, sobre todo, la desigualdad que existe entre ambas empresas respecto a la edad de jubilación y las consiguientes pensiones; mientras en Norte los trabajadores se pueden jubilar a los 55 años, en MZA no lo hacen hasta los 60.

El intento de fusión realmente concluye con el fallecimiento del director general de Norte, Boix, en mayo de 1932, el cual es uno de los principales promotores de este proyecto. Este director de Norte tiene gran prestigio entre los dirigentes de su compañía, sobre todo, porque es el interlocutor natural de Maristany. Curiosamente, el primer director de Renfe en 1941 es un directivo de Norte, Francisco Javier Marquina y Borra, un arquitecto guipuzcoano que posteriormente dirige el Puerto de Pasaia. Eduardo Alfonso Quintanilla, director de MZA en 1934 y 1935, sustituye a Gregorio Pérez Conesa en la presidencia de Renfe, tras tres años de permanencia en el cargo.

(Imagen, Eduardo Maristany, izquierda, y Félix Boix)

(Fuentes, Tomás Martínez Vara, Miguel Muñoz y Pedro Pablo Ortúñez Goicolea, en «Eduardo Maristany Gibert (1855-1941). Director general de MZA». Francisco de los Cobos Arteaga y Tomás Martínez Vara, en «Los Pereire y las Compañías de Norte de España y Midi en la definición de las conexiones ferroviarias franco-españolas 1832-190». Miguel Ángel Villacorta Hernández, en «Intentos de fusión entre las dos principales empresas de un sector: el caso MZA y Norte». Emerenciana Paz Juez Gonzalo, en «La conflictividad laboral en las antiguas compañías de ff.cc. de España”.)

Oficios del tren: ambulantes*

Cuando se inaugura la primera línea de ferrocarril, en 1848, Correos se encuentra dentro de un proceso de reforma y modernización, por el que pasa la creación de una red cada vez más extensa para llegar a todos los territorios. El correo es uno de los principales instrumentos de la Administración para hacer llegar su política al rincón más apartado. Y el tren va a ser el mecanismo para hacer posible esa determinación y, lo que es más importante, la herramienta precisa para su consecución. Desde que se toma la decisión de utilizar el ferrocarril para la distribución del correo, se produce una simbiosis entre ambos servicios que adquiere carta de naturaleza con la creación de los trenes correo que atienden las necesidades de la Administración y de las concesionarias.

A los empleados de Correos que se encargan de este servicio se les conoce como ambulantes. Su misión es la de recibir, clasificar y entregar la correspondencia que intercambian con otras oficinas fijas de su trayecto. A la oficina postal en la que realizan su trabajo, es decir, al vagón de tren, se la denomina ambulancia; son oficinas móviles de Correos, en las que, a excepción de la correspondencia urgente, no se atiende directamente al público, pero donde sí se puede a depositar correspondencia en los buzones instalados en dichos vehículos. Otras modalidades de transporte de correo se realiza en los trenes postales, composiciones que únicamente llevan correspondencia, y en los vagones despacho, que transportan correspondencia no epistolar, que circulan cerrados y precintados.

Al abordar este tema, surge una duda que intento hacer patente con el asterisco (*) en el mismo enunciado del título. ‘Stricto sensu’ los funcionarios de correos no forman parte de la familia ferroviaria, pero es innegable que el mundo de los ambulantes es tan ferroviario como el de los jefes de tren y los interventores de ruta y que su presencia es cosustancial al ferrocarril. De hecho, como se apunta líneas más arriba, las concesionarias deciden bautizar con su nombre una serie de servicios y establecen empleos, vehículos y dependencias para su correcta atención. Reconozco que hay lectores muy puristas que no van a apoyar esta decisión, pero este tipo de licencias siempre quedan en manos del autor; que debe estar dispuesto a asumir las críticas de los discrepantes. Y yo procuro hacerlo.

El ferrocarril utiliza los trenes correo desde la misma década de la puesta en marcha de la línea entre Manchester y Liverpool. En la siguiente década, lo hacen Francia y Alemania; una después, Rusia y Dinamarca; y así se extiende por toda Europa y América, donde llega a sustituir al famoso ‘pony exprés’. En España, cuando empiezan a operar las diferentes compañías, establecen convenios con el Estado que pasan por la gratuidad o por tarifas preferenciales para el arrastre de los vagones-de Correos, «La compañía reservará en cada convoy de viajeros o mercaderías una sección especial de carruaje. La forma y dimensiones de esta sección serán determinadas por la Dirección de Correos”, reza la una real orden de 1844. Durante los primeros años las expediciones ambulantes se instalan en los coches de viajeros, aunque las leyes ya prevén que “La Dirección de Correos hará construir y conservar a sus expensas los carruajes propios al transporte de las cartas y convoyes especiales”. Correos dispone de vagones exclusivos para su servicio en 1859, cuando decide la compra de dos “wagones” a una empresa belga.

Los vehículos constituyen oficinas de Correos ambulantes, que junto con las administraciones principales, establecidas en las capitales de provincia, y las estafetas y carterías, son también centros de recepción y distribución de la correspondencia. Con ellos se soluciona el problema de capacidad de los carruajes que, desde la década de 1840, resultan insuficientes ante el aumento del volumen de la correspondencia, especialmente de impresos y periódicos. Con la llegada del ferrocarril, la capacidad de carga se multiplica por diez respecto a los vehículos de tracción animal. Se pasa de acarrear unas cuantas arrobas (la cuarta parte del quintal, lo que supone 25 libras castellanas, aproximadamente 90 kilogramos) de correspondencia en las sillas de postas y diligencias, a transportar dos toneladas en las primeras versiones de coches correo. Además, en los ambulantes el personal clasifica durante el viaje la correspondencia para poderla entregar con mayor rapidez en las estaciones intermedias.

El trabajo de los ambulantes es especialmente duro, como muestra la Revista de Correos en una referencia de 1883. “El campo de batalla de las oficinas ambulantes no es extenso: se reduce a un vagón de 6 a 7 metros de largo por 3 de ancho, en cuyo espacio es necesario luchar y vencer (…) Cada empleado de pie, delante de su mesa, y sacudido furiosamente a cada vaivén del vagón, abre los paquetes, y con incansable mano dirige la correspondencia, lanzándola rápidamente al casillero en que deba alojarse, atando y empaquetando de nuevo. En arco las piernas, y buscando a costa de violentos esfuerzos el equilibrio a cada instante comprometido, cada uno trabaja con loca actividad”.

Asimismo, otra de las repercusiones del transporte del correo por ferrocarril es el aumento de velocidad en los itinerarios principales de Correos que, naturalmente, repercuten en el resto de la red postal. Se calcula que se pasa de los 10-12 kilómetros por hora de las diligencias más rápidas a los 40-50 kilómetros por hora de los trenes. Por ejemplo, el trayecto Barcelona-Mataró, de unos 30 kilómetros, con un carruaje rápido de pasajeros es excepcional poderlo realizar en menos de tres horas, mientras que con el ferrocarril, en sus primeros años de funcionamiento, por término medio se cubre en una hora.

Al llegar a las dos últimas décadas del siglo XIX, la construcción del ferrocarril en España ya está muy avanzada, y queda la organización general de la conducción de la correspondencia configurada en siete líneas férreas que tienen como origen Madrid. Se denominan descendentes a los ambulantes que parten de la capital de España y ascendentes a los que regresan a ella. Aunque las concesionarias los llaman de otro modo y parte de su trayecto es de diferentes empresas, para el servicio de Correos se los denomina como el ambulante que las sirve que son diez: 1ª Ambulante del Norte, de Madrid a Irún (631 kilómetros); 2ª Ambulante del Noroeste, de Madrid a la Coruña (831 km); 3ª Ambulante del Mediterráneo, de Madrid a Valencia (490 km); 4ª Ambulante de Aragón, de Madrid a Barcelona (707 km); 5ª Ambulante de Extremadura, de Madrid a Badajoz (507 km); 6ª Ambulante de Andalucía, de Madrid a Cádiz (732 km); 7ª Ambulante del Tajo, de Madrid a Valencia de Alcántara (402 km).

La primera estafeta ambulante se crea el 27 de julio de 1855, tan sólo siete años después de que se ponga en marcha el ferrocarril Barcelona-Mataró, que recorre el trayecto Madrid-Albacete. Aunque esa es la fecha de inauguración del servicio en sí, cabe destacar que con anterioridad ya se transporta de manera gratuita correo por vía férrea. El tren correo supone un gran impulso para el servicio de correspondencia: a mitad del siglo XIX, sólo 613 poblaciones tiene correspondencia diaria, mientras que en 1866 ya se cubre el 84% de los ayuntamientos gracias a este nuevo servicio postal. Solo carecen de él 1.490 municipios. El éxito y popularidad de la correspondencia es ya evidente al finalizar el siglo, aunque aún alcanza cotas más altas en décadas posteriores. Si en 1880 cada español envía cuatro cartas al año, en 1913 son ya 7,74 y en 1925 alcanza las 9,44. En 45 años la proporción se multiplica por 2,5. El tren correo irrumpe con fuerza desde el principio y se implanta directamente en todas las líneas ferroviarias que llevan, además, coches de viajeros si la demanda es suficiente. En ese caso se establecen, por lo general, tres clases de coches para pasajeros, que se convierten en trenes pesados que muchas veces no cumplen los horarios por la cantidad de tareas y paradas que deben realizar. El servicio habitual establece que los trenes ordinarios paren en todas las estaciones y los correo-expreso, que lo hacen sólo en algunas; los expresos y rápidos solo se dedican al servicio de viajeros.

El personal destinado en estos servicios móviles debe tener una gran capacidad de trabajo y sacrificio, tanto por la responsabilidad de la tarea encomendada como por lo ajustado del tiempo de recogida y entrega de la correspondencia (un retraso afecta a otras líneas ambulantes), además de que muchos servicios se realizan por la noche. Por todo ello, reciben una gratificación especial, lo que hace que dichas plazas sean muy codiciadas, a pesar de lo peligroso que puede resultar, a veces, el empleo. Los funcionarios ambulantes son víctimas de descarrilamientos, choques, incendios, asaltos, además de los consabidos retrasos de varias horas o incluso días, por cualquier avería o desperfecto. El personal porta armas cortas para su defensa y viaja totalmente aislado del resto del tren en los compartimentos de Correos, cerrados desde el interior como medida de precaución, ya que no solo transportan cartas, sino también valores, certificados, metálico y paquetería. La correspondencia entra y sale de los vagones en cada parada. Clasificada durante el viaje, llega a su destino ya lista para su entrega, sin que exista comunicación de los agentes con el exterior.

El jefe o encargado de la expedición consigna en el «Vaya» (credencial que autoriza el viaje) las incidencias relativas que se produzcan durante la prestación del servicio. que deben incluir la firma del empleado que las redacte y el sello, y confeccionar en cada expedición el balance de correspondencia asegurada, cuyos datos se toman de los boletines de entrega recibidos y expedidos. Los funcionarios ambulantes no pueden llevar en el coche-correo objetos extraños a la correspondencia, salvo el equipaje indispensable y las vituallas necesarias para el viaje. Para garantizar la seguridad personal de los funcionarios ambulantes y la de la correspondencia y valores confiados a su custodia, aquéllos deben llevar echados los cerrojos de las puertas de los coches-correo durante el recorrido, y no abrirlas más que en las estaciones en que hayan de efectuarse cambios de correspondencia. Bajo ningún pretexto deben permitir el acceso de personas extrañas al servicio.

En las estafetas de correos habilitadas en las estaciones de ferrocarril, hay también una gran actividad, diurna y nocturna, a veces con un ritmo vertiginoso, ya que en innumerables ocasiones vienen varios trenes-correo seguidos, a causa de los retrasos y coincidencias de alguna expedición. Desde siempre, estos funcionarios especiales de Correos reivindican mejoras en sus condiciones de trabajo, así como aumentos salariales. Ya al inicio de la Segunda República, se lamentan que para obtener “un pequeño ingreso que añadir a nuestro mezquino sueldo” deba ser a costa de grandes penalidades, sacrificios y privaciones. Achacan la frecuencia con que resultan heridos o muertos los ambulantes, al material “menguado y endeble” en que están construidos los coches correo, además del exceso de velocidad que a veces llevan los trenes para recuperar los retrasos “no debidos ciertamente a las operaciones de entrega y recepción de la correspondencia”. Las pavesas suelen provocar incndios en los vagones de Correos, que van a cola de la composición; y se dice integrarlos en cabeza.

A pesar de las constantes protestas y demandas a la Dirección de Correos, las gratificaciones y complementos que percibe los ambulantes pueden representar un incremento del 25% respecto a los sueldos que perciben funcionarios de la misma categoría, destinados en oficinas. En 1934, por ejemplo, la mayoría de salarios de los funcionarios del cuerpo Técnico oscila entre las 4.000 y las 6.000 pesetas anuales, según la antigüedad y el destino. Ese mismo año, el sueldo del administrador de una expedición ronda entre las 7.000 y 8.000 pesetas. Esto explica la gran demanda por obtener una plaza en ambulantes. Por cierto, el personal femenino de correos tiene vetado el acceso a plazas en ambulantes: hasta 1971 no pueden prestar servicio en estas oficinas móviles.

Los contratos con las concesionarias por el alquiler de vagones no resultan nada favorables para éstas, ya que el Gobierno les impone unas tarifas muy beneficiosas para Correos. El contrato anual varía en función del recorrido efectuado y del tipo de tren utilizado. Así, por ejemplo, un departamento de segunda clase en los trenes entre Sevilla y Huelva supone un desembolso para la Dirección General de Correos de 12.000 pesetas anuales (1931). Durante el régimen republicano hay entre el personal de correos dos posturas enfrentadas: los que desean que el personal ambulante sea “una modalidad especial de la Corporación postal” (mayoritariamente afines a partidos y gobiernos conservadores), y los que, por el contrario, desean un servicio de listas y turnos que permita a todos los funcionarios poder ejercer de ambulantes en un momento u otro, y así poder optar todos a las gratificaciones de este servicio especial (de orientación más progresista). Con el triunfo del Frente Popular (1936) se proyecta una nueva estructuración de las líneas postales, así como un cambio en los horarios y jornadas de trabajo; se suprimen servicios ambulantes considerados innecesarios o poco rentables. Todo esto coincide con el cambio de horarios que para el 30 de junio de ese año proyecta la Compañía M.Z.A. y que afecta a los enlaces con Francia, lo que repercute también en casi todas las líneas ambulantes y conducciones del correo establecidas. La reforma no contenta a ningún sector del funcionariado.

Un administrador y un ayudante prestan los primeros servicios ambulantes a bordo de unos pequeños coches-oficinas pintados de color cereza construidos en 1855 y matriculados como “DGDC-1”y “DGDC-2” para el transporte de cartas y objetos postales, además de dinero en métalico. La carrocería es de caja de madera apoyada sobre un bastidor metálico de ejes y ruedas de radios; miden siete metros de largo y los testeros están cerrados. Para pasar de un coche a otro, los ambulantes tienen que desplazarse por fuera de la caja a través de largos estribos corridos de madera. Durante el día, la iluminación interior entra a través de lucernarios y claraboyas situadas en el techo; para los viajes nocturnos, se utilizan lámparas de aceite y la calefacción interior funciona a base de estufas de carbón. Estas dos unidades se construyen con materiales de excelente calidad; el coche “DGDC-2” se mantiene en activo y en servicio hasta 1950. A partir de 1865, la DGDC dota a todos los administradores, ayudantes y subalternos de las expediciones ambulantes de un uniforme reglamentario para el desempeño de los servicios. Hay servicios que llevan hasta cinco funcionarios (administrador, oficial de 1ª, dos ayudantes y un subalterno) e incluso seis, aunque lo normal es que no pasen de tres.

En 1965 Correos adquiere coches-estafetas y furgones postales, con lo que el viejo parque de la DGDC se moderniza casi en su totalidad gracias a la fabricación gradual de nuevos coches-estafetas y furgones postales de nueva generación: 18 coches de bogies ‘Franco’, 41 coches de bogies de 16,40metros, 56 coches de bogiess de 21 metros, 79 coches de bogies de 26,10 metros, 22 coches de bogies de 20,20 metros,16 furgones largos de 26,10 metros y 45 furgones cortos de 14,90 metros. Cada rama de u tren postal está compuesta por coches correo (estafetas)y furgones postales y, en función de la necesidad del servicio, se alquilan a Renfe furgones mixtos e incluso plataformas porta-contenedores para el correo destinado a Canarias.

En los años 70, este servicio se realiza mediante 5 trenes postales, 166 coches y 69 furgones, todos propiedad de Correos, y un porcentaje variable de vehículos alquilados a Renfe, y los vagones de madera, popularmente conocidos como ‘borregueros’. El ferrocarril es, con diferencia, el medio de transporte más utilizado por Correos, con un coste de 3,0501 pesetas tonelada/kilómetro. El parque móvil ferroviario está formado por los coches de las series 1500, 3000 y 3200. La única diferencia entre ellos estriba en el tamaño y en la fecha de construcción. En 1995 dejan de circular. Desde la puesta en circulación del primer servicio (1855), hasta la supresión del mismo (1 de julio de1993), decenas de expediciones atendidas por cientos de ambulantes a bordo de coches-estafetas y furgones-correo acoplados a los trenes-correo, expresos, rápidos, ómnibus, ligeros, mixtos ferrobuses que circulan diariamente por toda la red, hace posible que el correo llegue hasta el más recóndito rincón del país. Hasta que el correo decide abandonar el tren.

(Imagen, personal de la administración principal de Correos de Zaragoza ante el coche correo Norte BB 145. La España Postal)

(Fuentes. Ángel Bahamonde, Gaspar Martínez y Luis Enrique Otero, en «Historia gráfica de las comunicaciones» y «Las comunicaciones en la construcción del Estado contemporáneo en España». Federico Bas, en «El auxiliar del empleado de Correos». Juan Carlos Bordes Muñoz, en «Los ambuantes de Correos tras el 18 de julio». Diego Tárraga Vives, en «Los ambulantes postales y el transporte del correo por ferrocarril)

Oficios del tren: vigilantes de estación

Desde el comienzo de la explotación ferroviaria, se hace necesario establecer un control sobre el acceso a las estaciones y, en especial, a los andenes, cuya entrada se limita durante muchos años y, además, se grava, lo que obliga a quienes quieran pasar a estas deppendencias a adquirir un billete especial, lo que restringe el número de personas con entrada a los mismos. Años después, cuando la práctica de ascenso a estas secciones deja de estar controlada, las compañías deciden crear un servicio especial de agentes que vigilen la estancia de personas en estas instalaciones.

El 23 de noviembre de 1877, se regula la figura del guarda jurado mediante una Ley sobre Policía de Ferrocarriles, que desarrolla un reglamento específico para que estos agentes desarrollen funciones de seguridad publica y conservación de las vías férreas. Con la creación de Renfe en 1941, estos guardas jurados se convierten en el Cuerpo de Guardería Jurada por la Circular número 276 de la Dirección General, de 1 de marzo de 1963, y queda adscrito administrativa y funcionalmente a la Comisaría de Información y Relaciones Públicas de Renfe. Pero hay antecedentes confirmados de que las antiguas compañías concesionarias también disponen de agentes especiales dedicados a esste fin.

La historia de los agentes de seguridad privada se remonta a 1849, recién acabada la segunda guerra carlista, con Ramón María Narvaez Campos, duque de Valencia, como presidente del Gobierno de la reina Isabel II. Se crean los primeros guardas de campo, jurados por contraposición a los guardas particulares, que deben ser «hombres de buen criterio y prestigio entre sus gentes, que cuidaran como suyo lo que era de los demás y en los campos existe, pues no cuanto hay en el campo es de todos ….» Los guardas jurados de campo están bajo la dirección e inspección de los alcaldes, a quienes deben presentar informes, y deben llevar una bandolera de cuero ancha, en la que se clava la placa con su cargo y el nombre del municipio.

Bajo el reinado de Alfonso XII, con Antonio Maura al frente del Gobierno, se modifica la regulación de los guardas, en la misma norma que recoge el nuevo Reglamento de la Guardia Civil. A esta institución se le añaden las funciones de guarderíar rural, por lo que los guardas de campo pasan a llamarse guardas jurados y quedan bajo la dirección del instituo armado. Tienen licencia para detener, disparar y matar en defensa de las vidas y propiedades encomendadas, como agentes de la autoridad. En 1900 viste uniforme como el que emplean aún hoy los del Parque del Retiro en Madrid: sombrero de ala ancha, doblado en vertical por una de sus alas, y escarapela distintiva con los colores nacionales; lllevan también una bandolera de izquierda a derecha y la típica casaca verde caqui.

Con el régimen franquista, las funciones cambian y se abre paso su labor de protección también a las empresas. Al poco de acabar la Guerra Civil, durante la dictadura, surge un decreto que autoriza a las grandes industrias a crear para su uso interno un cuerpo de seguridad. Las primeras industrias que los utilizan son las empresas petrolíferas. Campsa forma el primer cuerpo privado de guarda jurados armados con el famoso ‘chopo’, revólver y cinturón de balas para ambas armas. El distintivo original es una placa en la que se lee GJ; su uniforme es gris, del mismo tono de la policía gubernativa de Franco. Se les ve armados hasta los dientes, subidos en los depósitos de gasolina de la estación de carga, en una época de estraperlo, con robos de gasolina y mercado negro, debido a la escasez y el racionamiento obligados por la II Guerra Mundial y el posterior bloqueo comercial de la ONU.

A la creación de estos primeros guardas jurados se une Renfe, quien forma también sus propios agentes de vigilancia (Guardería Jurada) y que viajan por parejas en los trenes y van armados. Tienen la consideración, en el ejercicio de sus funciones, de agente de la autoridad; para ser investido del carácter de autoridad deben prestar juramento y obtener la correspondiente credencial de la Dirección General de Seguridad del Estado. El uniforme reglamentario es de color gris azulado, guerrera con hombreras, pantalón largo sin vuelta, una gorra de plato y el correaje con una placa de metal dorado y la inscripción: “Cuerpo de Guardería Jurada Renfe”, Ademas del arma corta disponen de una carabina ‘Destroyer’ de calibre 9 milímetros Bergmann (largo), ligera, manejable, con poco retroceso y relativamente precisa, por lo que coloquialmente son bautizados como ‘escopeteros’. También disponen de una carabina de repetición de acción de cerrojo, modificada del sistema Máuser, con cargador extraíble. La culata es de madera y el arma tiene una longitud total de 1.000 milímetros, 544 milímetros de cañón y un peso de 2.790 gramos. Cuenta con un alza de dos posiciones, una con mira abierta de combate en forma de V para disparos a 25 a-50 metros y otra ajustable para disparos de 100 a 700 metros (ambas forman un mismo conjunto, abatiendo una se utiliza la otra) y con un punto de mira ajustable en lateralidad.

La Guardería Jurada de Renfe establece, como se ve en párrafos anteriores, que los agentes presten servicio por parejas en los trenes y que para la vigilancia de la instalaciones dispongan de perros entrenados, para lo que cuentan con una Perrera Central en Madrid, que tiene como finalidad su cría y educación. La misión que tienen encomendada es evitar daños, menoscabos o atentados contra las vías, estaciones, vehículos, mercancías, instalaciones fijas y dependencias de la empresa, y mantener el orden dentro de sus recintos, pero quedan excluidas las dependencias o recintos cerrados de las estaciones, o que dispongan de guarda propio, como ocurre en los muelles, almacenes, talleres, depósitos, vagones durante la carga y descarga, etc. El guarda jurado tiene la consideración, en el ejercicio de sus funciones, de agente de la autoridad, por disposición de legal, y actúa siempre en estrecha colaboración con el cuerpo de la Guardia Civil. Si bien, para ser investido del carácter de autoridad debe prestar juramento (jura «defender la patria, la bandera y a nuestro Caudillo» y lo hace por «la Santa Biblia» para detener y si es preciso matar para cumplir con su deber allá donde se le ordene») y obtener la correspondiente credencial de la Dirección General de Seguridad del Estado.

Estos vigilantes, así como otros vinculados a la Industria y el Comercio, usan un mismo uniforme gris, una gorra de plato gris, con picos del mismo modelo que el de la policía estadounidense, y portan doble armamento, por un lado el fusil, y por otro el revólver que, además, cuelgan de la pernera en vez del cinturón. Para ser vigilante jurado en esa época, hay que tener unas condiciones sociales algo especiales. Para empezar, la dirección de la industria elige a aquellos hombres de mayor confianza y cuya valía en su profesión queda demostrada; aunque también suelen acceder, con preferencia incluso, policías o guardias civiles en activo o que lo sean en el pasado. La «buena conducta» que se exige a los aspirantes a estos puestos se concreta, de forma no oficial, en tener un nivel cultural normal, y afinidades al ideal político franquista, aparte de ser entrevistado por el comandante de la Guardia Civil de la capitanía más próxima y tener el servicio militar cumplido. Además, tal y como contempla el Reglamento de Armas y Explosivos, debe seguir un curso de preparación en el manejo del arma. En las zonas urbanas, en vez de seguirse esta vía, se dirigen a la Dirección General de Seguridad, a través de la Policía.

Una vez cumplimentado el juramento y aceptada su incorporación al cuerpo, el vigilante queda entonces sometido a las leyes militares, correspondientes a la Guardia Civil. Como autoridad, puede portar el arma fuera del servicio sin temor a problemas. Basta con identificarse como guarda jurado mediante su acreditación (son grandes, cuadradas, amarillas con una banda en diagonal de la bandera de España y en un extremo el rombo de la Guardia Civil). Se les asimila casi como a un policía y su fama es respetable, ya que no se andan con tonterías y repelen cualquier intento de ataque con las armas correspondientes. La preparación de estos agentes queda bajo la administración de la Guardia Civil; lo normal es estudiar un temario de 56 páginas, en las que se detallan aspectos relacionados con la escopeta, munición de dotación, y el revólver reglamentario. También se incluye un extracto de la ley de enjuiciamiento civil y criminal, y otro tanto del código penal, aparte de una serie de temas relacionados con el «Glorioso Cuerpo Benemérito Español».

A finales de los 60 y principios de los 70, los guardas jurados comienzan a ser considerados como un elemento importante para la seguridad y se inicia la época moderna, que implica la renovación de su normativa. En 1974, un decreto sobre medidas de seguridad en bancos, cajas de ahorro y entidades de crédito, obliga a unificar ambos servicios en la figura del ‘Vigilante Jurado de Entidades Bancarias y de Ahorro’. En esta norma surgen las primera obligaciones legales para la banca en materia de seguridad en el transporte de fondos. Al poco, un grupo de militares, conjuntamente con policías y guardias civiles, fundan la primera empresa de seguridad en España, con número de registro nº 1, dedicada al transporte de caudales, llamada “Transportes Blindados”. Los furgones, que no son blindados, son grises y portan un elefante azul pintado en ambos lados del furgón. La dotación se compone de seis agentes (conductor, acompañante y cuatro operadores); dos cubren y dos transportan las sacas. Todos van fuertemente armados, tanto con revólver como con fusiles. La empresa pasa a manos de SAS, firma que forman la estadounidense Pony Express y Prosegur, que finalmente es absorbida y convertida únicamente en Prosegur.

Los agentes de seguridad pierden su papel de vigilantes en los servicios ferroviarios a partir de la creación de estas empresas privadas que comienzan a sustituir con sus propios empleados a todos los que aún conservan a este tipo de personal, entre otras Renfe. La operadora externaliza este servicio como tantos otros.

(Imagen Vía Libre. Fuentes. Renfe. Fundación de Ferrocarriles Españoles. Todo Policía. «El jefe de seguridad: Manual para pruebas de habilitación»

Oficios del tren: lamparero

Una luz cumple una doble función, ver y ser vista. Ésa es precisamente la dualidad funcional de una buena parte de las lámparas históricas ferroviarias: iluminar y señalizar. Ya fueran faroles de mano, discos de señales fijas, discos de locomotoras o de vehículos remolcados, marquesas de estaciones o modestos quinqués de escritorio, el mundo ferroviario recoge un amplísimo sistema de iluminación y señalización que requirre de la presencia de un agente encargado de la custodia, limpieza y encendido de las lámparas y faroles, al que se le conoce como el lamparero.

La lampistería es la dependencia de una estación o depósito donde se guardan lámparas, faroles y aparatos de alumbrado donde se procede a su mantenimiento. En sus estanterías se almacenan decenas de faroles de cristales de diversos colores y latones relucientes que conservan un cierto tufo que recuerda a los primeros tiempos del ferrocarril. El nuevo medio de transporte también marca su impronta con estos artilugios útiles para indicar la presencia de trenes y complemento indispensable del reglamento de señales.

Estados Unidos es el primer país que coloca faroles en los frontis de sus trenes. En los años 30 del siglo XIX, Horatio Allen comienza a operar en el Ferrocarril de Carolina del Sur y coloca un leño de pino ardiendo dentro de un canasto de hierro en sus trenes. Durante la Guerra de Secesión americana, la mayoría de los faroles de ferrocarril usan aceite como combustible y tienen poderosos reflectores para iluminar hacia delante.

Las lámparas ferroviarias cumplen, como se ve al inicio del texto, una doble función: iluminar y señalizar. Es decir, satisfacen una segunda función muy vinculada a la seguridad. Una función que se desarrolla «ya fuera con discos de locomotoras o de vehículos remolcados, discos de señales fijas, faroles de manos, marquesas de estaciones… con las que avisan mediante colores de si queda autorizado el paso o no. El reglamento especifica las señales luminosas que se deben de hacer con los faroles de mano para dar órdenes a los maquinistas. Los faroles de los semáforos y el farol de señal de mano tienen que estar encendidos en cada estación, desde que se pone el sol hasta que se termina el servicio del último tren que se expide o se recibe en ella de noche; «sin perjuicio de tenerlos encendidos en los casos de niebla en que las señales de noche se hacen obligatorias aun siendo de día».

Pero esta función de seguridad no impide que cumpla la primera y fundamental finalidad de toda lámpara: iluminar. También en este apartado podemos hablar de evidente variedad; las más clásicas son las lámparas grandes que van colocadas al frente de los trenes; otras se colocan en un poste alto, y al final de cada convoy, las luces encendidas indican precisamente que el tren acaba donde se pierde la iluminación. Y quizá las más usuales sean las de mano, portátiles, que en su mayoría pueden hoy localizarse en las colecciones de asociaciones y museos ferroviarios. También resulta generosa la clasificación de estos aparatos, según el tipo de ‘carburante’ necesario para hacerlos funcionar.

Recién iniciado el siglo XX, el acetileno cuenta con múltiples aplicaciones debido a la fijeza y claridad de su luz, por su potencia calorífica, así como por su facilidad de obtención y su bajo costo. Permite obtener una luz muy luminosa, producida con la ignición del gas acetileno que se genera por la reacción química del carburo de calcio y el agua. Ante las cualidades y posibilidades del nuevo gas, se emplea profusamente en explotaciones mineras, usado por espeleólogos, presente en hogares e industrias. Se idean y fabrican una amplia variedad de aparatos de alumbrado para ferrocarriles, tranvías, carruajes, automóviles, bicicletas, cinematógrafos, boyas marinas o faros de costa. El uso del acetileno sustituye a los faroles de aceite y petróleo, y aquel a su vez es reemplazado progresivamente por la electricidad, hasta su desuso a principios de la década de 1950.

Con la denominación de linterna o farol de mano, este modelo de alumbrado de carburo o de acetileno es un dispositivo de iluminación a gas, que pertenece a la última época en la que se utiliza la iluminación de tipo llama. El farol consta de un depósito rectangular para el agua, en la parte posterior y otro, en la base circular para albergar el carburo de calcio. En la parte superior del depósito de agua dispone de un tapón de rosca para su llenado y junto a él, un pequeño elemento de regulación, una llave o grifo, que permite mediante una varilla aportar controladamente gotas de agua sobre el carburo de calcio en forma de sólido, consiguiendo ajustar la producción de gas acetileno y, por lo tanto, la intensidad de la llama. Se recomienda que los trozos de carburo sean de tamaño inferior a una nuez; su consumo aproximado es de unos 25 gramos por hora. El gas acetileno se quema en la boquilla y el reflector parabólico de alpaca, que está tras ella, consigue mayor difusión de la luz. Completa el farol una gran asa superior, con empuñadura de madera y en la parte posterior, dos asas metálicas abatibles para cogerlo con una mano. Ciertamente se hace muy corriente en España y similar a las utilizadas en los ferrocarriles de otros países, como Francia o Bélgica.

Uno de estos modelos tan singulares se puede ver en el Museo de Delicias. Fabricado en latón, lo usan visitadores o personal de recorrido, encargados del reconocimiento y la inspección del estado del material remolcado. Junto con su inseparable martillo para golpear las llantas de las ruedas y poder detectar fisuras o roturas, el farol es necesario para alumbrar los bajos de los vehículos o las zonas oscuras de las entrevías. Sus tres cristales transparentes permiten mayor iluminación y su depósito de carburo le confiere una autonomía de hasta cuatro horas de luz. Terminado su servicio los visitadores depositan su linterna en la lampistería de la estación, y queda ésta bajo la supervisión del lamparero, que se cerciora de su buen estado, su limpieza y en caso de ser necesaria realizar alguna reparación, se remite al vigilante de Pequeño Material. La pieza en cuestión se fabrica en el taller de lampistería de Hermenegildo Mozo, con actividad desde 1921 hasta 1987 en Valladolid. Llega a ser una casa de alumbrado y artículos de hojalatería de relativa importancia a nivel nacional, con la fabricación de discos de señales, faroles, lámparas, quinqués, linternas de ferrocarril, zafras para aceite, aceiteras, caloríferos, etc.

Como de pasada se menciona, las señales de cola se utilizan para que los agentes de circulación y los propios maquinistas puedan comprobar durante la noche si un tren circula completo o se desenganchan en un trayecto parte de los coches y/o vagones de la composición. Con este fin, se colocan en el último de los vehículos del convoy las señales de cola establecidas por el reglamento de señales vigente. A su paso por cada estación, el personal de circulación debe comprobar que van encendidas y que su aspecto es el correcto. En caso contrario, deben avisar con premura para detener la circulación y evitar colisiones o alcances accidentales con el material rodante que se ha desenganchado.

En los inicios del ferrocarril estas señales son faroles portátiles que funcionan con petróleo o aceite. En cada estación, los lampareros quitan las señales de cola a los vehículos que llegan y se los ponen a los que salen. Actualmente estas señales son eléctricas y en muchos casos van integradas en la propia carrocería de los vehículos ferroviarios. En asociaciones y museos son objetos que se veneran con auténtica devoción. Uno de estos, se localiza en Delicias.

Este conjunto de señales pertenece al coche-salón ASFFV 13 de la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y a Alicante (MZA), adquirido en 1868 a la empresa parisina Chevalier, Cheilus & Cie. Se trata de un pequeño, pero lujoso, coche de dos ejes que cuenta con tres departamentos y un aseo, calefacción por vapor y freno de estacionamiento y vacío. Por su diseño, con uno de los extremos acristalado, este coche está destinado a circular siempre al final del convoy y por ello porta las señales de cola. Como puede leerse en la plaquita que tiene colocada cada uno de los faroles, los tres se fabrican en 1907 en el taller de Pequeño Material de la Compañía MZA. El disco de cola iba situado en el centro de la traviesa trasera del coche y los faroles laterales en cada uno de los ángulos superiores del mismo, emiten una luz blanca hacia adelante, que permite al maquinista comprobar desde la cabina si van encendidos, y otra roja hacia atrás.

El Reglamento de señales de MZA establece además que los faroles laterales puedan anunciar un tren especial que circule a continuación por la misma vía y en el mismo sentido. Esta indicación se realiza sustituyendo la luz roja de uno de los faroles laterales de cola por una luz verde. Por este motivo, estos dos faroles cuentan en su interior con un sencillo mecanismo que permite cambiar el cristal rojo por uno verde accionando una pequeña palanquita situada en la parte superior de los mismos.

Una de las firmas con más prestigio y que destaca en este apartado tan ferroviario es Casajuana, cuyo catálogo de 1901 incluye nada menos que 113 modelos diferentes, sobre todo faroles ferroviarios pero también para automóviles, barcos y minas y otros objetos como caloríferos, aceiteras y bidones. Las denominaciones que da Casajuana pueden considerarse en este momento lo más parecido con que contamos de un vocabulario ortodoxo sobre faroles, aunque diste de ser sistemática. Así, se mencionan como categorías principales las lámparas, linternas y faroles y más concretamente, en dos ejemplos de nombres, «faroles de mano para señales», los que curiosamente llama «discos para locomotoras» para los típicos faroles frontales o lo que se llaman «discos para costado de cola de tren», explica Javier Fernández, director del Museo del Ferrocarril de Asturias por cierto, uno de estos catálogos se expone en la colección de documento del Museo Vaco del Ferrocarril).

Los faroles, en sentido estricto, tienen una enorme variedad; los más característicos, los de frontal de locomotora, y los de cola, y los de cola de dos fuegos, uno que alumbra hacia adelante con luz blanca (que permite al personal de la locomotora asegurarse que no se corta el tren) y otro hacia atrás con luz roja (o de otro color según normativa). Luego los faroles de mano para señales, muchos de los cuales tienen cristales de colores giratorios para dar distintos aspectos y otros, de planta más o menos cuadrada, varias caras acristaladas, cada una con un color diferente. También los faroles de señal de agujas o los de señales y semáforos a la vía. Casajuana denomina a diversos tipos de faroles como «discos», extensión sin duda de la palabra que, aunque ahora ya esté en desuso, durante muchos años se aplica a los elementos de señales (ferroviarias y de carretera), reminiscencia de los primeros artefactos para señalizar a la vía que son, precisamente, discos colocados sobre un poste.

«Si admitimos a estos efectos de clasificación la denominación linterna (que me parece acertada, aunque no fuera general), entre ellas eran características las del personal en sus tareas (las que usan los visitadores, por ejemplo) o las que se usaban en las locomotoras para alumbrado de elementos críticos del interior de las marquesinas como los manómetros. Las linternas no tenían cristales de colores ni posibilidad de colocárselos fácilmente, ya que como digo su función básica era iluminar», destaca Javier Fernández. Para distinguir faroles de linternas, se puede decir que estas últimas incluyen las luminarias de mano, que se usan esencialmente para iluminar lo que se tenía delante, mientras que los faroles tienen esencialmente función de señalización. «Ni una ni otra categoría son excluyentes, porque una linterna puede usarse para hacer señales (por ejemplo las de emergencia) y un farol puede alumbrar la vía o lo que sea», precisa Fernández. Finalmente, también son muy típicas, y relativamente variadas, las luminarias que se colocan en los andenes de las estaciones con la función de alumbrado; suelen denominarse con el elegante nombre de «marquesas de andén».

Respecto de los colores, también existen diferencias significativas. Los colores originales de los faroles de mano en casi todas las compañías, y en Renfe hasta que el verde sustituye al blanco son rojo (señal de parada). amarillo (precaución) y blanco (luego verde, señal de vía libre). Anteriormente el verde se usa para dar la señal de «marche el tren» por la noche en las estaciones, que de día se realiza con banderín enrollado y la de paso por las estaciones a los trenes directos sin parada. El reglamento de Renfe recoge para las locomotoras tres faroles con luz blanca hacia adelante. En el vagón de cola, alumbran hacia atrás, un farol de color rojo abajo hacia el centro y dos faroles laterales arriba también rojos. Estos dos últimos tienen que dar luz blanca hacia adelante si el tren no lleva freno automático. La finalidad de estas luces blancas es que el maquinista pueda ver rápidamente si pierde vagones por el camino. Si se trataa de una locomotora aislada, debe llevar tres faroles delanteros en el sentido de la marcha, pero solo precisa un farol rojo atrás. Una peculiaridad de este servicio se produce en las locomotoras de maniobras, que deben llevar una luz blanca a la derecha y otra violeta a la izquierda, tanto hacia adelante como hacia atrás.

Una variante de los faroles traseros rojos se produce con color amarillo que se utiliza en el lado derecho arriba para señalar la vía que circula tras circular detrás de uno o más trenes no anunciados previamente. En resumen, los faroles de tres aspectos (en realidad cuatro si incluimos el blanco), rojo, amarillo y verde, son en teoría siempre de mano. El color azul o violeta se utiliza para locomotoras de maniobras. Para conseguir el rojo en los faroles frontales típicos de locomotoras y para usarlos en cola, lo habitual es colocar un cristal de ese color ante un farol blanco.

Por lo que se refiere a los combustibles, además de petróleo, también se usa aceite de colza (mezclado con un quinto de petróleo en invierno) y en determinado casos, el acetileno y carburo. También resulta curiosa la ‘marquesa de jefe de tren’; nuevas son de color verde, más bien oscuro. «Cuando tocaba adecentarlas, cada cual le aplicaba el color que tenía más a mano o que le proporcionaba algún amigo del taller, ya que por lo general en las estaciones con personal de trenes, también existía taller de Vía y Obras. En cuanto al lugar donde se colgaban dependía del tipo de furgón; los de viajeros y algunos de mercancías tenían un departamento para el jefe de tren con una especie de pupitre donde dejaba descansar a la marquesa para tener la luz mas cerca. Cuando se creó la luz para coches de viajeros, se dotó de ella a los furgones, y solamente perduóo algún tiempo más en los mercancías», rememora Fernández.

El auxilio que busca el ferrocarril en la luz para desarrollar las tareas de explotación obliga a las concesionarias a disponer de estos artilugios para iluminar las agujas, el furgón, los semáforos de brazo, andenes, señales de posición avanzada, quinqués y linternas. Diferentes unas de otras y adaptadas en su estructura al uso para el que están destinadas. No es, por tanto, una cuestión menor, sino todo lo contrario. En la lamparería de Madrid-Delicias prestan aún servicio en los años 60 dos lampareros y un lamparero encargado, cuyo trabajo se reparte en tres turnos de ocho horas (de 6 a 14 horas, de14 a 22 y de 22 a 6); un suplementario da los descansos. Elías Laguna Muela es el último agente encargado en la estación donde hoy se atesoran decenas de faroles y linternas. objeto codiciado para los coleccionistas que los utilizan como adorno.

(Fuentes. Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Introducción y desarrollo del léxico del ferrocarril en la lengua española Francesc Rodríguez Ortíz. Javer Fernández López, en Forotrenes. Fundación de Ferrocarriles Españoles. Vía Libre)

Oficios del tren: factor

El tráfico ferroviario circula coordinadamente por una inmensa red en la que cada día se producen cientos de cruces de trenes, salidas y llegadas a estaciones. Para mantener todo este complicado mecanismo funcionando a pleno rendimiento, y evitar, en la medida de lo posible, que las incidencias afecten a la normalidad del tráfico, se cuenta con una red de Centros de Gestión de Tráfico, que controlan y coordinan la explotación ferroviaria. A estos organismos se vinculan los Gabinetes de Circulación que son dependencias atendidas por personas que, a través de un enclavamiento y de forma local, gestionan el tráfico ferroviario en su zona de influencia, que normalmente es la estación en la que se encuentran y los tramos de línea desde y hasta las estaciones colaterales.

En el sentido estricto de la explotación ferroviaria, las estaciones son aquellas instalaciones que se encuentran situadas entre las agujas de entrada y salida y cuyas funciones se presentan como la suma de diferentes actividades complejas relacionadas, básicamente, con la circulación y clasificación de los trenes y con la asistencia a los usuarios. Las estaciones se convierten en uno de los principales símbolos de las compañías que «movidas por el ansia de ofrecer, sobre todo en las grandes ciudades, edificios de carácter monumental que mostraran su poderío, construyen sus estaciones concebidas como para la eternidad…» (Mercedes López en «Historia de las estaciones de MZA») hecho que explica en gran medida, que durante muchos decenios no se construyesen estas infraestructuras de forma común para diferentes compañías.

Estos espacios constituyen, desde un punto de vista exclusivamente técnico, un espacio organizado racionalmente que garantiza de la forma más eficaz posible la realización de todas las actividades ferroviarias (salidas y llegadas de trenes, facturación de equipajes y mercancías, venta de billetes, esperas, despedidas y recibimientos de personas, etc.) como bien refleja el escritor y periodista Mesoneros Romanos (aunque recurra a los ferrocarriles belgas). «¡Qué precisión de movimientos en las estaciones o puntos de descanso, para dirigir metódicamente y con una asombrosa celeridad el relevo continuo de los viajeros y sus equipajes, la inspección prudente de las máquinas! ¡Qué método, orden y sabia administración en el desempeño de tantas oficinas; en las innumerables anotaciones de tantos viajeros; en el peso, colocación y trasiego de sus equipajes; en la carga del sinnúmero de mercancías, efectos y animales, que ocupan los carros últimos del convoy».

Las estaciones ferroviarias viven durante muchos decenios una lucha interna entre las pulsiones que buscan, por un lado, la realización del servicio ferrovviario y, por otro, la canalización de diferentes valores simbólicos ajenos a su naturaleza más primarias. Como característica común a todos los agentes que en ellas tienen empleo, se destaca la proyección pública de sus trabajos. Y su clasificación atiende más a las características laborales y de oficio que al servicio al que pertenecen, de tal forma que esos ferroviarios se pueden agrupar por el particular desarrollo de funciones tan distintas como jefes de estación, factores de circulación, maquinistas, fogoneros, ayudantes e interventores. Cada uno de estos empleos tienen cometidos profesionales específicos, que en muchos casos son interdependientes, y que requieren, más de lo que a primera vista parece, de una colaboración para la eficaz circulación de los trenes.

Los jefes de estación y factores de Circulación son agentes que tienen como emblema la representación de la empresa dentro y fuera de la estación, entre otros aspectos, en el espacio que va de aguja a aguja. Se trata de la máxima autoridad de la compañía en su ámbito de actuación y responsable de lo que ocurra en la estación. Evidentemente esto se manifiesta en su trabajo y en su apariencia y vestuario. Trabaja para la red mediante cometidos muy específicos y es responsable de las personas que se emplean directamente en la estación, como los factores. Esta figura es una imagen paradigmática del trabajo de estaciones, visible para los propios ferroviarios y para los usuarios del tren.

El factor es el agente ferroviario cuya misión a veces comprende la enorme responsabilidad de asegurar la circulación de los trenes y, en otras ocasiones, la de desempeñar trabajos completamente comerciales, como son la facturación y despacho de mercancías, tasación de la cuantía de los portes. Y también las comunicaciones entre su residencia y otras localidades. El factor de estación puede definirse como un jefe en pequeño, ya que su actividad en las estaciones pequeñas es la misma del jefe, aunque le esté subordinado jerárquicamente, y en las estaciones grandes es parte de la actividad de la estación, dirigida por el jefe, claro está.

Un factor tiene que conocer muchas cosas. Por lo pronto, el reglamento perfectamente, para poder dar órdenes a los trenes en consonancia con las del momento; pide la vía a la estación inmediata para el tren que va a llegar a la suya; comunica la salida de éste inmediatamente de producirse, y concede o no la vía que le pide la estación anterior para poder admitir un tren. En consecuencia, manda u ordena al mozo encargado de ello las agujas y señales exteriores de la estación con objeto de que, al llegar a las mismas, el tren de que se trate las encuentre en posición conveniente al desarrollo del itinerario que venga siguiendo. Luego da cuenta al puesto de mando de la hora en que el tren entra y sale de su estación, o de su paso por ella.

Cuando aún no existe el teléfono, el factor domina el telégrafo para comunicarse con las estaciones; si es a la larga distancia, mediante el morse, con su cinta llena de rayas y puntos, y si la comunicación se produce entre estaciones colaterales, se vale del endiablado telégrafo de cuadrante Bréguet, en el que es preciso tener la vista muy habituada para recoger rápidamente las letras, en las que la aguja se detiene sólo un momento insignificante. Tiene que saber también el factor bastantes cuestiones comerciales para poder informar a los clientes sobre precios de transporte, tanto en viajeros como en mercancías, discutir con ellos las reclamaciones y, con las escritas, hacer su debido trámite. Disponer de un modo inteligente el cargamento de los vagones es también un arte que debe dominar este agente ferroviario. Llevar la cuenta de los ingresos y de los pagos y despachar los billetes, que es igualmente misión suya en algunas ocasiones, y siempre cuando sustituya al jefe de estación. Como se ve, son bastantes las ramas que abarca la actividad de un factor; pero además debe mostrar tacto y, como se dice coloquialmente, ‘mano izquierda’ en su trato con los clientes, pues un factor, aun fuera de su servicio, suele pensar en el ferrocarril y tratar de atraer clientes para el mismo.

«Debe, pues, hacer cuanto esté de su parte para que al ferrocarril se le vea con simpatía, en lo que resulta un verdadero delegado de lo que hoy llamamos relaciones públicas y desarrolla una actividad de captación muy útil para el ferrocarril. Todo esto, que puede parecer a primera vista muy amplio y difícil, en la realidad es susceptible de ser desarrollada esta actividad al cabo de algún tiempo de práctica. Para ello necesita, aparte de las cualidades naturales, los conocimientos necesarios, que si no los tuviese no sería factor. Resulta muy conveniente y ayuda mucho poseer un verdadero ‘orgullo del oficio’, pues un factor que se siente orgulloso de serlo, sólo con ello, ya pone en su actividad una carga vital tan enorme que se le hará difícil aquélla y verá llegar los resultados positivos sin tener que esperar mucho». De esta forma, glosa la figura del factor uno de los redactores que Vía Libre tiene a mitad de la década de los 60.

El factor de Circulación es hoy una categoría laboral. La posición funcional es la de jefe de Circulación o auxiliar de Circulación, según la función que realice en el momento. Por tanto, un factor de Circulación será el jefe de Circulación de una estación en la que tiene el mando local y es el responsable de la circulación de los trenes que pasen, salgan o terminen en y por su estación y de los trabajos que se realicen en la misma.

El factor es una clase profesional ferroviaria, de la familia de Movimiento, especializado en tareas de circulación. Normalmente se encuentra al cargo de una estación y asume con ello las responsabilidades inherentes de la categoría operativa de jefe de Circulación. En otros casos, puede ser un subordinado del jefe de Estación y actúa a las órdenes de este. Normalmente trabaja en los gabinetes de circulación y, en el caso de trabajar con otros agentes de su esfera de forma simultánea, el de mayor graduación o mayor antigüedad asume las funciones de jefe de Circulación y el segundo pasa a ser subordinado del primero.

Según determina el reglamento, constituyen esta categoría los que están autorizados para prestar servicio de circulación en estaciones de cualquier clase. En consecuencia. sin perjuicio de las funciones. que explícita o implícitamente puedan corresponder a su clasea, todo agente viene obligado a desempeñar también aquellas otras que se les encomienden, que sean propias de las categorías del correspondiente grupo que tengan señalado un tipo de salario igual o infer1or, sin que ello determine cambio alguno de estrato ni de retribución. Asimismo, vienen obligados a realizar las funciones que se les encomienden propias de las categorías superiores del correspondiente grupo aquellos agentes que estén capacitados para desempeñarlas, si bien en este caso cambian de retribución y perciben las correspondientes diferencias con arreglo a las normas.

Visto lo visto no resulta fácil su identificación pura y. mucho menos, su correcto encasillamiento en una única actividad. De forma que se hace posible encontrar a un agente de estas características detrás del mostrador donde se expenden los billetes a los viajeros, o en la zona de salida de un tren y en la oficina donde se telegrafían las órdenes o en las dependencias de facturación de mercancías y equipajes. No se sorprenda el lector porque los clientes puedan confundirles, demasiado a menudo, con los jefes de estación, distinción que ni tan siquiera se hace posible a la vista de sus gorras, que presentan sutiles diferencias, que resultan inalcanzables para el profano.

(Imagen García en Trenes Hoy. Octubre 1988. Servicio ‘Lisboa-Expreso’ en Navalmoral de La Mata)

(Reglamento de Renfe. Fundación de Ferrocarriles Esppañoles. Vía Libre. Mercedes López, en «Historia de las estaciones de MZA»)

Oficios ferroviarios: contramaestre

Si bien en la actualidad han perdido importancia, las antiguas compañías ferroviarias (y posteriormente Renfe) disponen de grandes instalaciones dedicadas a la conservación del material en buen estado y a su reparación. La primera tarea se desarrolla en los depósitos, auxiliados por las reservas y los puestos fijos, mientras que la segunda se realiza en los talleres. Estas instalaciones apenas dan pie a algunos artículos en las revistas especializadas y, por lo general, pasan completamente desapercibidos, incluso para muchos aficionados al ferrocarril, pero tienen una vital importancia en el desarrollo ferroviario del país. La actividad ferroviaria, por sus propias características, necesita una gran variedad de instalaciones de mantenimiento, con funciones, medios y dotaciones diferentes, a todas las cuales, y con independencia del servicio del que dependan, se las denomina talleres.

La principal característica de un depósito, desde el punto de vista del mantenimiento, es que tiene adscrito un parque de material concreto, que entra frecuentemente tanto para ser sometido a revisión o reparación como, simplemente, para ser guardado mientras no tiene servicio. Pero un taller de gran reparación no tiene material específico asignado; los vehículos que llegan a él están temporalmente retirados del servicio, y la estancia en su interior es relativamente prolongada (en torno a dos semanas). Prima la organización del movimiento entre las diversas secciones del taller, tanto por vías y pequeñas placas como por carros transbordadores, mientras que el acceso o salida del mismo es menos relevante. En el caso del material remolcado, dadas las características de su producción, debe disponer de playas de vías para almacenar los vehículos ya montados y poder formar composiciones con ellos.

Los depósitos, como instalación necesaria para el encendido y el mantenimiento de primer nivel de las locomotoras de vapor, tienen una importancia estratégica en la explotación ferroviaria hasta el tercer cuarto del siglo XX y, según la importancia de dicha instalación, se denominan, por orden de mayor a menor importancia, depósitos, reservas y puestos fijos. Los talleres son instalaciones complementarias que permiten alargar los periodos de paso de las locomotoras para su levante general o gran reparación. Mientras los primeros desaparecen, con la muerte del vapor, los grandes talleres se adaptan mejor a los cambios y llegan a subsistir durante casi siglo y medio en el mismo lugar, y casi se dedican al mismo tipo de trabajo: las grandes reparaciones de material ferroviario. Centramos ahora nuestra atención sobre este último.

El taller de máquinas tiene como función reparar locomotoras y ténders, incluso su completa transformación, pero nunca su construcción. Normalmente se estructura en distintas secciones, según los trabajos y especialización, como calderería, montaje, ajuste y ruedas, fraguas y muelles y fundición. Por sus instalaciones y avanzada tecnología destaca el taller de calderería, donde se reparan las calderas de las locomotoras con ayuda de dos transbordadores eléctricos, soldadura autógena oxiacetilénica y un compresor de aire para el debido funcionamiento de sus máquinas-herramientas con sistema neumático: remachadoras, terrajadoras, taladradoras, martillos y monta-cargas, entre otras. En el montaje se cuenta con puentes transbordadores eléctricos superpuestos de dos pisos, con una potencia capaz para levantar 45 toneladas, donde se trabajan partes de la máquina, como el bastidor o el rodaje con el mecanismo de motor. Y, finalmente, en el de ajuste se distribuyen tornos, máquinas de fresar, cepillar o filetear. Solo en Valladolid, en 1910 se hacen grandes reparaciones a 130 locomotoras y a 100 ténders, con el objetivo de llegar a 200 locomotoras y 150 ténders. Las máquinas 030 y 040 de Norte, junto a las 020 de la cuenca asturiana y las del tipo BPT (Bilbao-Portugalete-Triano) son las primeras que pasan para su reparación en estos talleres.

Lo talleres generales tienen en general, un número variable de naves bien comunicadas entre sí a fin de facilitar la «armonía en la sucesión de trabajos para la rapidez de las grandes reparaciones» (Francisco Wais); de construcción ligera, por si había un cambio de destino, pero con mucha luz y buena ventilación. Normalmente se ubican en las líneas principales, en puntos de empalme o en lugares próximos a las grandes estaciones o cabeceras de red y lugares de fácil suministro de materias primas baratas y mano de obra, con grandes posibilidades de expansión en consonancia con el nivel de facturación, mayor tamaño y peso del material móvil y renovada tecnología. Sus grandes secciones (motor y remolcado), y subsecciones (desmontaje y montaje, calderería, ajuste, ruedas, forja y fundición, carpintería, cerrajería, pintura y guarnecido, lonas y toldos, hojalatería y niquelado) reciben, asimismo, el nombre de talleres, dispusieran o no de edificio propio. A diferencia de los depósitos, los talleres generales no tienen, como se dice en párrafos anteriores, material específico asignado y el personal descansa obligatoriamente los domingos.

El personal de talleres, englobado en el noveno grupo de los once existentes en Renfe. comprende tres clases; la primera se divide en ocho categorías (jefe de taller de primera, jefe de taller de segunda, contramaestre, subcontramaestre, jefe de equipo, oficial de oficio, ayudante de oficio y aprendiz); la segunda, en dos (capataz de peones y perón especializado) y la tercera, en otras dos (costurera y obrera). Los jefes de primera y segunda son aquellos que disponen de conocimientos técnicos necesarios y que ejercen el mando y dirección de todos los asuntos relacionados con un taller de primera categoría y segunda.

El tercer lugar del escalafón de talleres corresponde a los contramaestres. Están comprendidos en esta categoría aquellos que, con conocimientos teórico-prácticos de una especialidad, ejercen el mando directo sobre determinados subcontramaestres o jefes de equipo y la vigilancia y disciplina del personal subordinado a éstos. Tienen a su cargo la conservación de las instalaciones, la aplicación de piezas y materiales, la dirección y distribución del trabajo así como todo aquello que sea preciso para su buena ejecución. En los depósitos, a las órdenes inmediatas de la jefatura del mismo, ejerce el mando directo sobre los subcontramaestres o jefes de equipo y tienen a su cargo la conservación de las instalaciones, la aplicación de piezas y materiales, la dirección y distribución del trabajo y todo aquello que sea preciso para la buena ejecución de éste, y por tanto ejerce la vigilancia, policía y disciplina de todo el personal a sus órdenes.

Mientras, los subcontramaestres deben colaborar con el contramaestre en los talleres de importancia que lo requieran, ejercen el mando y dirección de un grupo de jefes de equipo o de operarios, a los cuales instruyen, vigilan y orientan, según las directrices señaladas por aquel, al cual sustituyen en sus ausencias eventuales. Puede tener a su cargo una especialidad determinada (ajuste, forja, fundición…), en los talleres de menor importancia que no precisen un contramaestre, o bien un taller regional en el caso de que las características del mismo no requieran otro agente de más categoría. También corresponde a esta categoría. a los que a las órdenes de un contramaestre y en las vías de un depósito se ocupan de la dirección y vigilancia de las reparaciones de entretenimiento de locomotoras y ténderes y de que se realicen aquéllas en el tiempo debido para que no se altere el turno de trabajo de las máquinas..

El ciclo de reparaciones es vital para la tracción vapor, y las funciones de los depósitos y el taller son complementarias: además del mantenimiento habitual es preciso, cada cuatro o cinco años, efectuar un desmonte completo de la locomotora, limpiar, sustituir y reajustar los diversos elementos. Otro tanto ocurre con el material remolcado. La disponibilidad de un parque suficiente de coches y vagones es esencial para el negocio ferroviario, y este material precisa también de grandes intervenciones cada cierto tiempo, puesto que las condiciones de explotación, y el aumento progresivo del tráfico de la compañía, hacen necesaria su ‘reconstrucción’ con relativa frecuencia. No hay que olvidar que buena parte de los mismos está construida en madera. Los talleres generales no solo reparan el parque de material, sino que deben ser capaces también de fabricar cualquier repuesto que se necesite e incluso de diseñarlo o modificarlo para adaptar las piezas al modelo adjudicado. Sólo se acude al mercado externo cuando no les es posible fabricarlo en el propio taller. «La capacidad demostrada en el montaje y fabricación de nuevos vehículos (…), la formación de mano de obra cualificada y la transferencia de tecnología a otros sectores» deben ser elementos fundamentales en el proceso de industrialización del país, sostiene Miguel Muñoz, experto conocedor del ferrocarril español.

Dependiendo de la magnitud de la red, los grandes talleres dan empleo a centenares o miles de empleados, a los que se les presupone una buena cualificación, pues muchas de las reparaciones que realizan son tan complejas que con frecuencia acaban siendo verdaderas reconstrucciones u obras totalmente nuevas. Los talleres generales se hallan bajo las órdenes del ingeniero jefe del Servicio de Material y Tracción, de quien, a su vez, dependen los jefes y subjefes de cada sección. En cada dependencia existe un contramaestre, generalmente un antiguo trabajador especializado, que hace de mando intermedio. Hay uno como mínimo por cada sección; de él dependen los jefes de equipo, listeros, obreros y cuadrillas de peones más los conductores de máquinas fijas. Esta figura pone en relación con los listeros y jefes de equipo y a estos con los operarios, para que se ejecuten los trabajos. Algunos autores, creen que los trabajadores de los talleres «producen menos que los de la industria particular» debido al perfeccionismo en las operaciones y porque el sistema u «organización existente» no premia a los que muestran mayor celo en el trabajo». Las tareas efectuadas son más caras, añaden algunos, pero tienen, en cambio, una doble virtud: «garantía de construcción» y ejecución de las reparaciones en la forma y tiempo más conveniente a las necesidades del servicio.

Los talleres se distribuyen por toda la geografía nacional, aunque lógicamente tienen mayor peso productivo en aquellos núcleos ferroviarios de mayor importancia, en general las principales ciudades e intersecciones ferroviarias. Los trabajadores de estos servicios se distribuyen en prácticamente todos los oficios nacidos de la industria: electricistas, carpinteros, soldadores, chapistas, caldereros, torneros, etc. y, aunque pertenecen y se identifican claramente con el gremio (identidad ferroviaria), carecen de uniforme. Durante buena parte del siglo XIX y más de la mitad del XX, la ropa que usan estos trabajadores es predominante de pana y algodón, que progresivamente abandonan en favor del mono, bien de pieza única o de dos piezas, que se hace mayoritario en el ámbito industrial, con independencia del sector y especialización, con un claro predominio del azul y el gris.

La tendencia resalta el crecimiento permanente del personal de talleres, sin ir más lejos en Valladolid, donde Norte tiene el taller general más importante de la compañía. En 1882 tiene 1.095 trabajadores (55 de plantilla y 1.040 a jornal), mientras que en 1931 son ya 2.236 los empleados (101de plantilla y 2.135 a jornal); lo que supone un aumento total de 1.141 personas (104% y 105%, respectivamente). Desde el comienzo de su andadura en Valladolid, Norte en su conjunto, y en particular sus talleres principales, se convierten en la principal empresa de la ciudad (en la actualidad los talleres ferroviarios son los más grandes de Europa). El 61,2% de los empleados (1.366 personas) se encuentran en 1913 en el nivel o por debajo de la renta media y percibe el 51,1% del total de la masa salarial. El 93,8% del personal (728 operarios) reciben un salario igual o menor a 1.990 pesetas, a los que corresponde el 88,2% del total de la nómina anual.

Además de su salario base, algunos trabajadores de plantilla (jefes de taller, subjefes, contramaestres y subcontramaestres) reciben una prima de producción; otros (capataces) una prima por buenos servicios y el resto una gratificación semestral. Entre los empleados a jornal, los obreros en metales y en madera pueden aumentarsu salario hasta un 30% por labores a destajo. El trabajo a tiempo, el más habitual en los talleres, se fundamenta en un horario de trabajo o jornada laboral específica. En 1892 está establecida en 10 horas, y, a partir de esta misma fecha, empieza a regir la de 9 horas. La jornada se desarrolla, por lo general, en dos períodos, con un intervalo para comer de una hora y media a dos horas. El horario de oficina es de seis horas diarias, de 9 a 12 de la mañana y de 14 a 17 de la tarde.

Desde abril de 1919, comienza a aplicarse en España de manera generalizada la jornada laboral de 8 horas. Su puesta en práctica es especialmente compleja en algunos servicios ferroviarios, no así en los talleres donde se aplica de forma inmediata; y se regula, a continuación, las horas extraordinarias de carácter voluntario y las obligatorias. Las voluntarias no podían exceder de 52 mensuales o 240 anuales, abonándose a prorrata del salario con un 20% de recargo. Las señaladas como obligatorias (hasta un total de 14 horas en una jornada, con diez jornadas de este tipo en un mes y sólo dos de ellas consecutivas) se pagan con un recargo del 25% las dos primeras y del 50% la tercera y sucesivas. El personal de los talleres disfruta de descanso dominical y festivo. Con el tiempo ve regulado su descanso anual: 20 días de permiso retribuido al año para los empleados de plantilla y, más tarde, 15 días en las mismas condiciones para los operarios a jornal.

Como el resto de trabajadores de Norte, los operarios del taller tienen su propio sistema de previsión social: pensiones, ayudas a las familias numerosas e indemnizaciones en casos de enfermedad, accidente o fallecimiento. La pensión de retiro o jubilación se convierte por fallecimiento del trabajador en pensión de viudedad y orfandad (para los hijos menores de 20 años), reducido su importe a la mitad. También disponen de servicio de economato (a precio de coste adquieren artículos de primera necesidad por medio de una libreta especial) y de las escuelas de enseñanza primaria y superior para los hijos de sus empleados, con carácter gratuito. Con el paso del tiempo se convierte, también, en un centro de aprendices para facilitar el ingreso en la compañía de los hijos de los trabajadores.

Acorde con las técnicas de organización industrial al uso, el taller deja de tender a la autosuficiencia e implanta procesos de montaje en cadena (por ejemplo, vagones), según el modelo de los años 60 y-70, basado en la estandarización de los elementos a fabricar, para simplificar las acciones mediante la organización de los trabajos, y asegurar la continuidad de proceso productivo mediante la acumulación de repuestos y suministros. Más tarde se impone un sistema más flexible, por la que se desafectan todas las operaciones no relacionadas directamente relacionadas con la actividad, que se encargan por lo general a empresas privadas especializadas. Esto provoca la pérdida progresiva de importancia de los talleres, tanto dentro del esquema general de la empresa como en la propia ciudad.

(Imagen personal de talleres generales de Norte en Valladolid, alrededor de 1910. Cortesía de Frotrenes)

(Fuentes. José Luis Lalana Soto, en «Los talleres ferroviarios de Valladolid: del siglo XIX al XXI». Tomás Martínez Vara , en «Los talleres generales de MZA (Atocha)) (1858-1936). Guillermo A. Pérez Sánchez, en «Los Talleres Principales de Reparación de la Compañía del Norte en Valladolid: un estudio de Historia Social (1861-1931)». Pedro Pintado Quintana, en «Depósitos y talleres en as estaciones andaluzas de vía ancha». Régimen interior de Renfe)

Oficios del tren: comunicaciones

A mediados del siglo XIX, la telegrafía se convierte en una de las redes técnicas con mayor grado de penetración territorial. La aparición del telégrafo eléctrico y su alianza con un ferrocarril en expansión imparable dinamiza el acceso a la información, facilita las relaciones entre las personas, genera información estratégica en las guerras y constituye un aspecto vital de la comunicación, comparable hoy en día a la aparición de las modernas tecnologías de la información y las comunicaciones, entre ellas, internet.

La introducción de la telegrafía eléctrica por conducto de un alambre, desarrollada por Samuel Morse y Alfred Vail (1844), y luego la inalámbrica o radiotelegrafía de Guillermo Marconi (1897), entre otros muchos nombres que llevan a la ciencia hasta esas innovaciones, propicia avances sustanciales en diferentes órbitas de la actividad humana. La posibilidad de comunicarse de forma inmediata entre lugares apartados por cientos o miles de kilómetros e incluso ‘disolver’ los océanos, como se logra primero con la telegrafía y luego con la telefonía, y su derivación posterior en la radio, influye de manera notable en diferentes campos de la vida del siglo XIX y buena parte del XX.

Entre las grandes novedades técnicas, la aparición del telégrafo eléctrico permite una rápida transmisión de información entre los gabinetes de circulación que se encargan del control de los trenes. La incesante evolución técnica provoca que el teléfono sustituya progresivamente al anterior, y que, posteriormente, los modernos sistemas electrónicos permitan disponer de información al instante para garantizar la absoluta seguridad en la circulación de los trenes. La necesidad de asegurar la circulación ferroviaria, y evitar que puedan expedirse trenes por un tramo de vía ya ocupado, es la causa de que muchas de las compañías ferroviarias que comienza su actividad en la segunda mitad del siglo XIX, adopten el uso de un invento de reciente creación, el telégrafo sistema Bréguet. Mediante el uso de este aparato, las estaciones colaterales se ponen de acuerdo a la hora de expedir trenes en el tramo de vía intermedio y se evitan colisiones y alcances.

Louis François Clément Bréguet desarrolla, hacia 1845, el denominado telégrafo de cuadrante, compuesto fundamentalmente por receptor, transmisor y avisador. En el transmisor, el indicador señala sobre un disco metálico, las letras y signos que se van a transmitir. Cada signo señalado supone un determinado número de impulsos eléctricos que son enviados al puesto receptor, donde suena un timbre que avisa de la solicitud de comunicación. Una vez establecida, en el aparato receptor la aguja avanza el mismo número de impulsos, que señala el carácter correcto. Después de transmitir cada signo, el indicador y la aguja deben volver a la posición de reposo, antes de enviar el siguiente. (Diario de Barcelona da cuenta el 20 de diciembre de 1857 de la construcción del primer telégrafo Bréguet “con alfabeto español”; de veintiséis divisiones se adapta a veintiocho, e incluyen las letras ñ y ll), Hasta 1920 se mantiene como medio de comunicación preferente; ese año las compañías ferroviarias se plantean la sustitución de estos aparatos por el teléfono. El hecho de que no sea necesario un aprendizaje previo para el manejo de este último, unido a la inmediatez de la comunicación -que supone la posibilidad de aumentar casi en un 50% la intensidad del tráfico ferroviario-, provocan que el telégrafo Bréguet, que durante más de cincuenta años contribuye a la seguridad en la circulación, quede en desuso en la explotación ferroviaria.

Las primeras relaciones que existen entre la telecomunicación y el ferrocarril están relacionadas con el ferrocarril Madrid-Aranjuez, el tercero de España (le preceden los de La Habana-Güines, en 1837, y Barcelona-Mataró, en 1848), cuando se decide implantar un sistema de comunicación telegráfico para “asegurar” la circulación y contribuir a la explotación. Un año después, en 1852, y según el modelo inglés predominante, el público empieza a poner telegramas a través del sistema instalado para el ferrocarril. Sin embargo, es una línea aislada, que no forma parte de una red densa y amplia como la construida en Inglaterra alrededor de Londres, por lo que el telégrafo español no puede crecer.

El telégrafo público debe realizar en España un camino independiente del ferroviario, dada el lento y disperso desarrollo de las líneas del ferrocarril, La telegrafía eléctrica se desarrolla independientemente entre el Cuerpo de Telégrafos del Estado, que explota el servicio público y las Compañías de Ferrocarriles. Sin embargo, dadas las dificultades presupuestarias del Estado y la preocupación por extender el servicio al mayor número posible de poblaciones se recurre a buscar la colaboración de distintas instalaciones, como las de las estaciones de ferrocarril. Por un decreto de 30 de marzo de 1864 se regularizan las concesiones de líneas y estaciones telegráficas a provincias, pueblos, empresas y establecimientos públicos o privados que lo solicitan. Por otro decreto de 28 de noviembre de 1868 se mejoran las condiciones para estas concesiones y se amplía a las estaciones telegráficas de las compañías de ferrocarriles, así como se decide suprimir las estaciones del Estado que no cubran la tercera parte de los gastos. En un decreto de 11 de noviembre de 1890 y en el Reglamento que lo desarrolla, se dice que las redes telefónicas urbanas e interurbanas pueden dedicarse para conferencias o transmisión de despachos telefónicos e incluso a las interurbanas puede autorizarse para la comunicación simultánea telegráfica y telefónica.

En este decreto se definen las líneas secundarias en comunicación con las estaciones telegráficas, para ser explotadas por los ayuntamientos o particulares. También se establece que en las estaciones telegráficas de los ferrocarriles se sustituyan los aparatos telegráficos por teléfonos y se da a los empleados de dichas compañías el carácter de funcionario del Estado para su gestión. Por último. se definen las líneas particulares con y sin servicio público. Así en 1923 antes del establecimiento de la Compañía Telefónica Nacional de España, existen 2.185 estaciones que cursan servicio telegráfico público de las cuales 1.408 son del Cuerpo de Telégrafos, 722 de las compañías ferroviarias y 55 municipales y particulares. Además hay 1.239 estaciones telefónicas municipales y particulares conectadas con las estaciones del Cuerpo de Telégrafos para cursar telegramas.

A principios del siglo XX, las diferentes compañías privadas ferroviarias añaden los nuevos medios de comunicación que van apareciendo. A la ya tradicional telegrafía, pronto se le suma la telefonía, si bien los equipos de telecomunicación que se encuentran en las estaciones son todavía escasos y primitivos, de tal forma que es posible encontrar desde manipuladores telegráficos hasta teléfonos de llamada por magneto, también conocidos como “escalonados”, que se utilizan desde 1900 para las comunicaciones de seguridad entre estaciones colaterales. En todas las estaciones existe en el andén un “gabinete telegráfico”, comúnmente conocido por ‘telégrafo’; de hecho hoy día aún se conserva el nombre escrito en algunas estaciones de la red secundaria. Por supuesto este ‘telégrafo’ nada tiene que ver con el servicio telegráfico para el público. En esa época el problema principal reside en la mala construcción de las líneas, realizadas generalmente en armado vertical de las que aún hoy se pueden encontrar algunas, y la peor conservación de las mismas por escasez crónica de recursos. Las averías son frecuentes y el servicio deficiente a pesar de la profesionalidad y dedicación de los responsables.

Graham Bell patenta en 1876 el teléfono, y se adelanta a otros que, como él, buscan la comunicación de la voz a distancia. Ese mismo año se inicia en Estocolmo la larga trayectoria empresarial de la compañía Ericsson, marcada por su amplia presencia más allá de su país de origen. En 1898 los aparatos de Ericsson ya son ampliamente conocidos en España a través de diferentes distribuidores; la Compañía Madrileña de Teléfonos ofrece en todas sus instalaciones la posibilidad de incorporar aparatos especiales de lujo con pagos anuales de 20, 30 o 40 pesetas adicionales a la cuota de abono, oferta que incluye «los de la casa Ericsson», muy valorados por su lujoso diseño. Sin embargo, hasta 1922 no se constituye en suelo peninsular la Compañía Española de Teléfonos Ericsson S.A., que pronto abre sucursal en Barcelona y, poco después, en San Sebastián, que contribuye al desarrollo de la telefonía en nuestro país.

Las compañías ferroviarias no tardan en aprovecharse de las ventajas que ofrece el teléfono para sus relaciones comerciales, y facilitan en gran escala las comunicaciones entre sus diferentes servicios, además del avance decisivo que supone la telefonía para la seguridad en la circulación y la explotación ferroviaria. El teléfono lo utilizan las concesionarias para líneas privadas entre despachos y oficinas ferroviarias, o bien en grandes estaciones con puesto central donde las dependencias no están alejadas. De hecho, en el Museo de Delicias se puede contemplar un aparato fabricado por L.M. Ericsson & Cº hacia 1910, el modelo HA 150. Un aparato intercomunicador para 10 líneas auxiliares, de batería local y llamada por pilas, con un timbre de una resistencia de 40 ohmios. Una pieza elegante con caja de madera de nogal barnizada, donde se encuentra una base semicircular con una palanca para conectar con cada una de las líneas. En los extremos de la caja se sitúan dos botones pulsadores, marcados con las letras T y S.

Las llamadas de cualquiera de las diez líneas hacen funcionar el timbre del aparato, sea cual sea la posición del conmutador. Cuando llega una llamada, el conmutador se gira a la posición marcada con la letra A y se descuelga el microteléfono (auricular y micrófono). Si a causa de la inducción se interrumpe la conversación entre los dos aparatos, se puede mejorar notablemente la transmisión de la voz, transformando la línea en línea doble. Para ello se coloca el conmutador del aparato llamado en el número o la posición del aparato que llama, y se oprimen los botones T de los dos aparatos mientras dure la conversación. Si lo que se desea es llamar a otro aparato, se coloca el conmutador en el número deseado y se oprime el botón S.

También es posible contemplar en Delicias uno de los primeros teléfonos de campaña, aparatos portátiles que se desarrollan durante la Gran Guerra y que permiten mantener conversaciones a distancias considerables. Debido a los buenos resultados obtenidos en el uso militar, en 1920 la antigua compañía ferroviaria MZA, dispone a título de ensayo los primeros teléfonos portátiles en trenes expresos de la línea Madrid a Barcelona, y utiliza para ello el empalme en la línea telegráfica. Su empleo se generaliza, y en 1952 Renfe dicta las primeras instrucciones sobre su uso y manejo y lo establece como dotación obligatoria para todo tren, máquina o vagoneta. El aparato es imprescindibles para maquinistas, personal de conservación de la vía y de instalaciones, ya que permite la comunicación directa desde la red telefónica, que va paralela a la línea del ferrocarril, con el puesto de mando y con las estaciones más próximas, y permite comunicar cualquier incidencia.

Este teléfono lo fabrica Standard Eléctrica, S.A. en la década de 1960. El modelo 5651-B-C con caja de madera y correa de cuero, incluye la caja de transmisión, los bornes de conexión y el microteléfono en baquelita negra. Tiene batería local (una pila de petaca en el interior de la caja) y llamada por magneto (por medio de manivela), aunque la sonería no es visible porque se encuentra en el interior de la caja. Una vez comprobada la conexión, se coloca la manivela en el eje de la magneto de la caja del teléfono de campaña y se gira ésta hasta escuchar por el auricular contestación. Entonces se oprime la tecla del microteléfono y se puede comunicar el problema: “Aquí el jefe de tren (maquinista o personal de conservación en su caso) del tren número xxx detenido en el kilómetro xxx por xxx», y queda registro escrito de lo transmitido por voz a través de los telefonemas. La utilización de este sistema se ve sobradamente superada con la telefonía móvil, aunque actualmente en las líneas de red convencional, que no están dotadas de ‘ten-tierra’ o en zonas por donde discurren líneas que no hay cobertura, se siguen utilizando los teléfonos de campaña.

A medida que aparecen los nuevos sistemas de comunicación y que el tráfico ferroviario aumenta es necesario a añadir nuevas funciones, además de las comunicaciones relacionadas con la seguridad, de tal forma que se desarrollan tanto las relacionadas con la explotación como las de uso general. A partir de ese momento, Renfe cuenta con varios tipos de sistemas: comunicación escalonada, exclusivamente de seguridad para establecer el ‘bloqueo’ dela vía entre dos estaciones colaterales; comunicación de la explotación, a través de un sistema “abierto” donde “todos” pueden comunicar con “todos” y la llamada se realiza a través de un teléfono de magneto, mediante códigos de toques largos y cortos; “dispatching”, conocido así por su origen estadounidense, donde las órdenes de la circulación se centralizan en el puesto de mando, conocido como agente regulador telefónico, si bien las comunicaciones de seguridad se realizan a través de la comunicación escalonada (sin personal, los enclavamientos de seguridad y el bloqueo del trayecto se integran en una sola mesa, Control de Tráfico Centralizado o CTC); selectivo centralizado, que surge la necesidad de implantar un Centro Regulador que establezca las prioridades y “ordenar” el tráfico, sobre todo cuando por incidencias no pueden respetarse estrictamente los horarios preestablecidos; selectivo descentralizado, al incorporar un dispositivo de llamada selectiva por disco, en lugar de la rudimentaria magneto, cuyo uso se hace general entre los diferentes servicios, como Vías y obras, Material rodante, Comercial, Mantenimiento, Subestacionesde electrificación, etc.

A medida que avanza el siglo XX se empieza a mejorar la eficacia de los servicios ferroviarios con la inclusión de diversos sistemas de telecomunicaciones, convencionales o de gestión administrativa, como los comerciales, logísticos, o de mantenimiento, para diferenciarlos de los específicamente ferroviarios o de explotación, que se citan anteriormente. De esta forma, las centralitas telefónicas, manuales o automáticas, de ámbito local son el origen incipiente de posteriores redes más amplias de ámbito zonal o nacional. En 1976, y en plan experimental, se instala en Sans (Barcelona) la primera central electrónica de tecnología digital que funciona en España, que suministra Jeumont-Schneider y es idéntica a otra de 600 extensiones que tienea SNCF, los ferrocarriles franceses.

Renfe también es pionera en España en el uso de ordenadores y en la utilización de la informática a finales de los 50, y se anticipa e incluso a los bancos y líneas aéreas. Pero con la aparición de la Alta Velocidad, se produce el gran salto en las telecomunicaciones. La irrupción del AVE permite crear tres tipos de redes: la red de datos por canal dedicado, utilizada exclusivamente para señalización, que enlaza el telemando de señalización con los enclavamientos electrónicos de la línea y el LZB (sistema de mando, protección y supervisión continua de los trenes); la red de datos integrada, que se utiliza para la transmisión de datos a través del protocolo X-25 ( para el telemando de telecomunicaciones, con 42 remotas, para la electrificación de la catenaria y las subestaciones, las alarmas de los 26 edificios técnicos, que controla robos o incendios, caída de objetos a la vía, pasos superiores y bocas de túneles, detectores de caja de grasa calientes y frenos agarrotados, o los teleindicadores de información) y que la actualidad evoluciona hacia una red IP; y una tercera red de fonía, fija y móvil, con centrales telefónicas digitales de Siemens, ICOM-CS.

La aportación de los ingenieros resulta decisiva en el ámbito de las Telecomunicaciones específicamente ferroviarias, que hacen que España y sus administraciones ferroviarias dispongan de unas tecnologías que, además, se exportan a diferentes países. En la actualidad existe un gran número de técnicos dedicados a este campo en un significativo grupo de empresas españolas, que con tecnología nacional lideran proyectos punteros en comunicación en los cinco continentes.

(Imagen caseta de comuunicación de MZA. Juan Salgado. Fototeca Archivo Histórico del Ferrocarril-Museo del Ferrocarril de Madrid)

(Fuentes. Franciso Cayón García, Rafael González Fernández y Miguel Muñoz Rubio, en «El camino del tren: 150 años de infraestructura ferroviaria». José María Romeo López y Rafael Romero Frías, en «El ferrocarril y el telégrafo». José María Muñiz Aza y Víctor Reviriego Hernández, en «Las telecomunicaciones y el ferrocarril». Fundación de Ferrocarriles Españoles)

Oficios del tren: interventor

A medida que las líneas ferroviarias construidas se ponen en explotación, la demanda de empleo en el sector se diversifica. La profesión ferroviaria alberga a un amplio número de oficios vinculados no sólo con la construcción de la vía e instalaciones anexas, sino también con el movimiento de las circulaciones, el mantenimiento del material rodante y la administración del ferrocarril. Oficios tales como los de maquinistas, fogoneros, ayudantes, jefes de estación, factores, mozos de estación, interventores, personal de vías y obras, de instalaciones de seguridad, de talleres, de oficinas, etc. Todos estos grupos se subdividen a su vez en diferentes categorías que, con el paso de los años, modifican sus funciones a raíz de la implantación de procesos de producción más tecnificados. A la altura de la década de 1930, existen más de medio millar de categorías profesionales dentro de las compañías ferroviarias españolas.

Las cuatro grandes compañías ferroviarias españolas (Norte, MZA, Andaluces y Oeste) concentran el mayor número de empleados y de kilómetros de vía explotados en España antes del estallido de la Guerra Civil. De tal forma que en 1935, los efectivos de personal que se encuentran empleados en las empresas mencionadas ascienden a 93.711 trabajadores (la literatura ferroviaria considera esta cifra una aproximación, puesto que no existe un censo científico que avale el dato); 8.748 trabaja en las tareas que corresponde al movimiento de los trenes. La gestión y explotación de estas compañías ferroviarias presentan esquemas organizativos bastante similares, pioneros en su momento dentro del mundo empresarial, que deciden agrupar al personal en cuatro grandes áreas en las que se subdivide la explotación de las compañías ferroviarias: la rama administrativa, la de Explotación (también denominada de Movimiento), Vía y Obras y Material y Tracción.

El Servicio de Movimiento comprende al personal encargado, básicamente, de las tareas de circulación de trenes de viajeros y mercancías, que se distribuye en los despachos centrales de facturación de mercancías, a bordo de los propios trenes y en las estaciones. En Norte, por ejempplo, los servicios dedicados al movimiento de trenes y estaciones (Explotación) aglutinan al 40,64% del total de la plantilla, mientras que el 30,64% está representado por el servicio de Material y Tracción y el 21,28% comprende el total de trabajadores vinculados al de Vía y Obras, totalizando entre los tres el 92,56% de la plantilla. Las plantillas de Movimiento y Material y Tracción requieren de mayor necesidad de personal a raíz de la implantación en 1919 de la jornada de ocho horas, además del crecimiento progresivo del número de servicios de transporte, en especial durante dos coyunturas muy determinadas: la Gran Guerra y las sucesivas campañas militares que se llevan a cabo en el Norte de África. Movimiento y Material y Tracción son, a partir de esta época, los servicios primero y segundo respectivamente en dotación de personal.

En este servicio de Movimiento se incluye una gama amplia de funciones que dan lugar a cargos muy variados, que podemos agrupar en distintos bloques: todo lo relacionado con la formación de los trenes, preparación del itinerario o vía libre y expedición de los convoyes da lugar a a empleos como jefes de estación, subjefes, vigilantes jefes, capataces de maniobras, guardagujas, telegrafistas, faroleros…; las relaciones con los usuarios del ferrocarril o clientes, básicamente facturación y entrega de mercancías y expedición de billetes, son cometidos que corresponden a factores y recaudadores; las tareas de mando o conducción del tren, una vez salido de la estación, colaboración en la marcha del convoy mediante el frenado de material, carga y descarga de la mercancías al paso por las estaciones son tareas realizadas por conductores, guardafrenos y mozos de tren, a los que genéricamente se conoce, como ‘personal de tren’ (no siempre aparece en Movimiento, sino también como independientes o en Material y Tracción).

En el servicio de Tráfico (comercial), las funciones a realizar son básicamente de tipo administrativo con peculiaridades propias de la explotación ferroviaria, por lo que aparte de los jefes y agentes especializados o responsables en determinados cometidos, se encuentra abundante personal de oficina. Un grupo que se suele encuadrar dentro de este servicio, aunque no siempre, es el de los revisores de billetes o interventores en ruta, denominaciones dadas, respectivamente por MZA y Norte. Años después, estos agentes entran dentro de la categoría de servicio de Trenes, junto a maquinistas y fogoneros, jefes de tren o conductores, guardafrenos y mozos de tren.

Para el gran público, el interventor es quizá la figura más conocida ya que su trabajo le hace presente en todas las relaciones que el ferrocarril tiene con sus clientes, una vez se halla el tren en movimiento. Los viajeros les conocen coloquialmente como los revisores (en algunos lugares reciben el apodo de ‘el pica’, porque perforan los billetes para validarlos). dentro del reglamento se establece que su función sea la de ejercer el control comercial del servicio, para lo que deben fiscalizar el acceso a los trenes de viajeros, su distribución y el orden en el interior de los coches. Es una figura atractiva para la literatura y el cine quizá porque su presencia resulta cosustancial a la del tren, al menos en tiempos pretéritos. Sin ir más lejos, el dramaturgo, poeta y novelista español Ramón del Valle Inclán (Ramón María Valle Peña) se hace eco de su trabajo en su obra de índole esperpéntico ‘La corte de los milagros’. » Retenía su marcha el tren. El revisor entró y quedóse alertado, mirando a la vía, suspenso en la actitud de cerrar la portezuela, sin recoger los billetes que le tendían los viajeros (…) Amusgaban la oreja los viajeros; las mujeres, con susto; los hombres, arrecelados. Interrogó Toñete: ¿Ocurre alguna cosa? Volvióse el revisor, cerrando la portezuela. ¡Nada! Una maleta que viaja de gorra y andamos para darle caza…»

El interventor mantiene una relación singular con algunos de los viajeros más jóvenes que tratan de eludir el pago de los billetes, para lo que hacen lo que se llama «el puente», lo que da lugar no pocas veces a vigilancias mutuas, verdaderas persecuciones, ocultamientos en los váteres, pasos entre coches, etc. Lo que sea por eludir el pago y evitar ser ‘cazado’ en tamaña infracción. Compañeros de los que escapan alargan la labor de los revisores, con prácticas dilatorias; la más frecuente la de encontrar los billetes, que buscan y rebuscan en los recovecos más insospechados, carteras y mochilas al uso. Y esta labor de ‘caza’ no la efectúan solo por gusto, Bien es cierto que e su empeño por localizar a los infractores influye la comisión que pueden percibir por los cobros suplementarios, que deben pagar los viajeros sin billete. Pero es que, además, las compañías son muy exigentes y controlan muy de cerca su actuación.

Además del control sobre los billetes, los interventores deben «indicar en voz alta al llegar a las estaciones y apeaderos el nombre de éstos, y activar, con buenos modos, el descenso y ascenso de los viajeros». El capítulo de prohibiciones es tan extenso que se hace imposible enumerar todos los artículos del reglamento. No puede comunicarse con el maquinista «a menos que sea para asuntos de servicio» y «no debe distraerse por ninguna causa ni hablar con los viajeros más que para darles noticias precisas respecto al servicio». Tampoco puede permanecer dentro de los coches, más que el tiempo preciso para intervenir los billetes, y de inmediato «debe volver a la plataforma posterior del coche». Muchos ‘debe’; demasiados.

La actividad de los interventores no está exenta de riesgos, sobre todo cuando tiene que circular por el exterior de los vehículos con el tren en marcha, para pasar de un coche a otro coche, sin más apoyo que en un estrecho estribo de madera. O en el desplazamiento por el interior de los vehículos que con su marcha traqueteante y de bamboleo complican el movimiento de un lado a otro. Y resulta aún más peligroso su trabajo cuando un pasajero malencarado se les enfrenta.

Los revisores de tren son responsables de la seguridad de los trenes, de revisar los billetes y de ocuparse de los pasajeros. También responden a las consultas de los pasajeros y les ayudan en caso necesario. Deben ayudar a los viajeros a fin de que el trayecto de tren se realice exento de problemas y comprobar en las estaciones, junto con el conductor y el personal de la estación, que el tren pueda partir con seguridad. Asimismo, verifican que las puertas estén cerradas y que los asientos reservados están señalados correctamente. Durante el trayecto, anuncian los destinos por la megafonía del tren y proporcionan información que resulte de interés, para lo que deben conocer muy bien las rutas, los horarios y la normativa. Los revisores, mientras realizan la ronda por el tren, se encargan de asegurarse de que todos los pasajeros tienen el billete válido o bien de que lo adquieren. Asimismo, responden a preguntas de los pasajeros sobre enlaces o a consultas similares. Si el tren sufre una avería, el revisor colabora con el conductor a fin de velar por la seguridad de los pasajeros y de la vía férrea.

Para desempeñar bien este trabajo, a los interventores se les recomienda ser educados y tener tacto en el trato con los pasajeros, poseer buenas habilidades comunicativas, tener habilidad para tratar con pasajeros difíciles o peligrosos y un conocimiento más que correcto de las operaciones matemáticas, ya que tienen que manejar dinero y efectuar los cambios correspondientes. Las compañías consideran necesario que estos agentes conozcan las rutas locales y nacionales, disponer de «una visión cromática normal, buena vista y buen oído«, ser amables, tener habilidades comunicativas y sociales, capacidad para sobrellevar un trabajo rutinario, prestar atención al detalle, seguir procedimientos establecidos y tratar con personas difíciles o demandantes.

«Al iniciar el servicio debe presentarse con la antelación reglamentaria, con el objeto de justificar su presencia y recibir toda la información de cualquier eventualidad que afecte al tren o trenes que haya de atender (alteraciones en la composición, retrasos, enlaces, transbordos, etc.) y recoger los listados de ocupación con reserva y la documentación precisa. Asimismo, controlará la identidad de todo el personal de servicio en el tren y realizará el control de todos los títulos de transporte, sin excepción, tanto a pie de tren como en aquellos lugares que se determinen en cada momento. Una vez superados los controles de acceso o a bordo del tren, en caso de falta de título de viaje o presentación de título insuficiente aplicará lo dispuesto en las normas o tarifas vigentes, recurriendo a la autoridad o al personal de seguridad cuando fuera necesario». Estas son algunas de las disposiciones que les marca el reglamento.

Ahora que su figura es prácticamente inexistente (Renfe ha suprimido la categoría en muchos de sus servicios), conviene rescatar un antiguo texto publicado por Francisco Godoy Sánchez en la revista Vía Libre, donde se glosa a estos agentes y que resulta, salvada la distancia del tiempo, muy esclarecedora la visión que se tiene sobre ellos. «El interventor es un señor amable, servicial, complaciente. Es un servidor del público, al que acompaña desde que sube al tren hasta su llegada a término. El interventor saluda cordialmente, sonríe con afabilidad, se adelanta a buscar asiento, pide los billetes con delicadeza, respeta a todos los viajeros como personas dignas de la mayor consideración. El interventor cumple su deber, reconoce exactamente las disposiciones referentes a viajeros y equipajes, atiende al mejor servicio de la Renfe, exige igualmente que los usuarios viajen en regla. Pero ha cambiado su trato humano. Y los viajeros suelen también corresponder con mayor delicadeza y finura. No es raro presenciar el saludo respetuoso agetesde los viajeros cuando abre la puerta del departamento y es corriente ver cómo se cruzan unas palabras de respetuosa afabillidad. Y todo, fruto de un proceso lento, casi imperceptible».

(Imagen Vía Libre. Fuentes. Normativa laboral de Renfe. Emerenciana Paz Juez, en «El mundo social de los ferrocarriles españoles 1857-1917. Francisco Polo Muriel, en “La depuración del personal ferroviario durante la Guerra Civil y el franquismo 1936-1975”. Vía Libre) l

Oficios del tren: inspector principal

El sector ferroviario representa un nuevo yacimiento de empleo y el nacimiento de la empresa moderna desde el punto de vista gerencial. Su puesta en escena revoluciona el transporte, la economía de mercado, la organización del trabajo y, algunos aspectos de las mentalidades pues, promociona la expectativa de carrera profesional ascendente en miles de personas. Las principales compañías ferroviarias españolas adoptan formas de organización encaminadas a ejercer un control efectivo sobre una estructura empresarial de gran tamaño y compleja división del trabajo, y desarrollan modelos de gestión burocráticos, en cierto modo precedentes de la organización científica. Las relaciones que se establecen en los empleos derivan de formas de autoridad y estructuras organizativas férreas, bajo el principio de la autoridad. El trabajo ferroviario se rige por reglas y normas complejas (reglamentos reguladores, estatutos de personal, circulares y órdenes de servicio y de dirección), nacidas de las exigencias técnicas y de seguridad que impone la gestión de las redes ferroviarias. El reclutamiento de personal, la promoción y, en general, las reglas que definen la carrera burocrática se configuran sobre la base exclusiva del mérito y la capacidad, por lo que es imprescindible una formación profesional apropiada al cargo.

El carácter identitario supone quizá el rasgo más definitoria de esta nueva clase de trabajadores que, independientemente de la función (empleo) que realizan, se sienten ante todo unidos al resto de empleados de la compañía a la que pertenecen e, incluso, mantienen vínculos que los asemeja a los de las firmas rivales. Esta identidad obedece a un cúmulo de factores entre los que destacan el trabajo específico en el ferrocarril, los oficios propiamente adscritos a ese universo, el atuendo de quienes participan en las tareas exigidas y la preeminencia endogámica. A todos estos elementos se añade el carácter paternalista de la empresa, que lleva implícito además una serie de prestaciones, atenciones y ventajas sociales para los trabajadores. En definitiva, independientemente del empleo y tarea, los empleados acaban integrados por una denominación referente de esa exclusiva identidad: son ferroviarios.

La organización empresarial impone la distribución del trabajo ferroviario de acuerdo con un conjunto de servicios específicos: Material y Tracción, Vías y Obras, Explotación, Comercial, Tráfico… Las empresas deben dotarse del potencial humano preciso, competente y fiable, y lo consiguen con la contratación de equipos cada vez más numerosos de directivos asalariados especializados que, a diferencia de épocas anteriores y de otras actividades empresariales menos complejas, tienen escasa conexión con la propiedad. Estas empresas se enfrentan a problemas nuevos, en su mayor parte, que precisan capacidades y soluciones organizativas inéditas, más aún cuando deben afrontar la complejidad de las operaciones y el volumen de empleo, así como la heterogeneidad y dispersión geográfica de las actividades. La explotación se burocratiza, se dictan reglamentos minuciosos y aparece una densa estructura jerárquica, de modo que cualquier asunto insignificante es objeto de un sinnúmero de informes y autorizaciones desde las alturas.

La mayor parte de las empresas se organizan por medio de estructuras jerárquicas, donde se establecen relaciones de autoridad entre los diferentes miembros de la organización. La estructura jerárquica por niveles se aplica en las concesionarias como la forma organizativa dominante. Dicha estructura revela una mayor concentración de control sobre el personal y los materiales a medida que se asciende de nivel jerárquico, concentración que tiene como contrapartida unos mayores niveles de salarios.

El éxito de las empresas se centra tanto en la correcta decisión de la estrategia, como en la coordinación efectiva de las diferentes actividades que deben realizar los componentes de la organización. El problema de asignación de los empleados a los procesos o tareas de forma eficiente plantea la necesidad de encontrar el encaje adecuado entre las necesidades o demandas del puesto de trabajo y las calificaciones, destrezas y, en general, habilidades de las personas que los ocupan. La información interna que se genera en la empresa acerca de los empleados ayuda a aflorar estas características, aunque en especial algunas son difíciles de detectar (capacidad emprendedora y de dirección) y otras se deben a la propia experiencia.

Para atender a estas especificidades del empleo, emerge una nueva figura entre los ferroviarios, los inspectores, cuyo objetivo principal consiste en velar por el cumplimiento de normas y reglamentos, tanto de cara a la explotación ferroviaria como a la observación de las disposiciones que afectan a los viajeros y clientes. Al contrario que el resto de oficios, a los que se accede mediante concursos y méritos por el trabajo en empleos inferiores, corresponde a la dirección de las ferroviarias, por delegación de los consejos dejo de administración, la designación de estos agentes de elite que, junto a jefes de servicio y de sección, alcanzan el máximo nivel en la estructura jerárquica de las concesionarias. Los agentes de este tipo adscritos al grupo de Movimiento y servicio de Explotación se incluyen, por ejemplo, en el subgrupo de personal de estaciones. Este, a su vez, puede ser de cuatro clases. La primera de ellas cuenta con diez categorías hasta culminar en la de mayor responsabilidad: inspector principal, inspector, subinspector, jefe de estación, subjefe, vigilante jefe, factor de circulación, factor, factor a jornal y meritorio (esta última sin sueldo). Las otras tres clases, de menor entidad, están conformadas por el guardagujas, mozo de agujas, capataz de maniobras, enganchador, capataz de mozos de estación, etc. Sin embargo, hay otros múltiples oficios en el ámbito del ferrocarril inscritos en otros subgrupos, tales como jefes de tren, maquinistas, interventores en ruta, guardafrenos, visitadores, fogoneros, guardabarreras, sobrestantes, telefonistas, guardesas, calzadores, avisadores, guardanoches… Muchos de los cuales, con el paso del tiempo y la paulatina desaparición del vapor, dejan de existir.

Las estaciones tienen un rango en función de la importancia que desempeñan dentro de la línea férrea (de primera clase, segunda, tercera, apeadero….). En una visión muy general, la estación es el conjunto de instalaciones de vías y agujas desde las que se coordina el tráfico ferroviario, tanto de trenes de viajeros como de mercancías y maniobras, y da servicio comercial de todo tipo a los usuarios del ferrocarril. Las estaciones de término (o terminales) están al final de una línea de ferrocarril. Los trenes salen y entran por el mismo lado, por lo que pueden quedar bloqueados por trenes procedentes o con destino en la estación. A menudo se utilizan para estaciones pequeñas y sencillas, o cuando el espacio disponible no permite la construcción de una estación de un solo sentido. Estas últimas, estaciones en línea, son aquellas en las que los trenes entran por un extremo y salen por el otro.

Además de las diferencias que determinan las distintas clases de estaciones, existen además apartaderos, estaciones de poco tráfico de viajeros y cuyo objetivo fundamental es la regulación del tráfico ferroviario, posibilitando la realización de cruces de trenes, adelantamientos, etc; apeaderos, dependencias con servicio exclusivo para la subida y bajada de viajeros, muy habituales en los grandes núcleos de población, y no tienen personal; y cargaderos, instalaciones de vías para la carga y descarga de vagones con enlace a una línea mediante una o más agujas de plena vía.

Las estaciones son un punto fundamental en la gestión de la circulación, siempre inicio o fin de cantón. Además los itinerarios de los trenes tienen que comenzar y terminar en estaciones, y no en plena vía, característica que no conviene olvidar por muy evidente que parezca, puesto que son instalaciones ferroviarias con vías a la que pueden llegar y desde la que se pueden expedir trenes. Desde los inicios del ferrocarril adquieren progresivamente una importancia histórica, sociológica y estética que sobrepasa su simple función técnica, pero que obviamos para este punto del trabajo. Eso sí, es conveniente matizar que estas dependencias no son solo el edificio que acoge y despide a los viajeros, sino también el enorme conjunto que alberga cocheras de locomotoras, talleres de reparación, almacenes de mercancías, oficinas y dependencias, viviendas del personal…

En este terreno, donde hombres y máquinas se conjuntan y conviven, deben desarrollar su trabajo estos agentes tan especiales, el personal que ejerce la inspección sobre todos los servicios o instalaciones de la empresa, que depende directamente de la dirección. Los inspectores deben, por tanto, comprender los entresijos de la organización ferroviaria y el cuadro de los trabajadores a nivel interno y jerárquico y precisan de amplios conocimientos sobre la actuación laboral en el marco de la plantilla, asignación del grupo, servicio y escalas del mismo. El inspector principal de movimiento tiene que controlar la organización de la circulación de los trenes: inspeccionar su buen funcionamiento, sobre todo en el capítulo de la seguridad, «porque es preferible que un tren llegue seguro a destino, y también puntual, pero siempre prevalece la seguridad por encima de cualquier otra consideración», enfatiza uno de estos directivos para, a renglón seguido, explicar que «a eso es a lo que se dedica principalmente un inspector principal de movimiento: vigilar que todas las normas se cumplan y no ocurra nada que pueda perjudicar a los usuarios del ferrocarril».

Además de poseer calidad de jefatura sobre el resto de categorías, su función principal reside en la planificación, organización y control de tráfico de viajeros y mercancías en la sección que dirige. Con el desarrollo progresivo del ferrocarril, asume funciones de inspección sobre estas funciones con el fin de garantizar la seguridad de circulación, el buen trato a los usuarios y el aprovechamiento óptimo del material. Aunque las reclamaciones de los viajeros exigen su intervención, el contacto con los clientes es mínimo.

El uniforme que se le asigna es, sin lugar a dudas, el más rico en distintivos con el lógico objetivo de subrayar sus características diferenciadoras de jefatura. Su presencia es, por ello, bien significativa y bien ostensible. Las dos grandes compañías establecen inicialmente solo el empleo de la gorra, como símbolo distintivo, ya que su contacto con los viajeros se reduce a la mínima expresión. En MZA, la gorra es de paño azul turquí con visera de charol, en la que lleva superpuesto un bordado en oro que representa las hojas de encina, las iniciales de la compañía y una locomotora dorada; botones y barboquejo, culminado con un galón, son igualmente dorados. Norte también determina el uso de una gorra de paño azul fino, con bordado de oro de 24 centímetros de largo formado por dos ramas de nueve hojas de roble y cinco bellotas cada una, y una estrella dorada de cinco puntas y 2 centímetros de diámetro. Ambas descripciones corresponden a textos de Miguel Muñoz, exdirector del Museo del Ferrocarril de Madrid. Años más tarde, se modifican los distintivos en esta última concesionaria e incrementa las hojas de roble de nueve a once, para revalorizar su posición.

Corresponde a estos agentes de máximo nivel, establecer los castigos y sanciones del personal de plantilla, que incluye reconvenciones, multas, retenciones del sueldo por pérdidas o gastos sufridos por la compañía a consecuencia de falta de cuidado o mala gestión de los empleados, suspensión de sueldo, con o sin interdición de servicio, apercibimientos, descensos de categoría y sueldo y destitución. Los inspectores también intervienen para corregir las faltas leves, con reprensiones verbales, e incluso escritas, y cartas de censura. De todas ellas, lleva nota dado que la reincidencia en la falta motiva la imposición de multa de un día de haber o apercibimiento. La dirección de la empresa les faculta para imponer directamente multas o suspensiones de sueldo sin interdicción de servicio, cuando la cuantía de las mismas no exceda de un día de sueldo. También pueden suspender provisionalmente de sueldo por tiempo indeterminado, cuando circunstancias perentorias lo requieran, si bien deben dar cuenta al director de la compañía para la resolución definitiva.

La intervención del inspector puede frustrar las expectativas de ascenso y mejora de los ferroviarios, dentro del mismo empleo y ascenso a mayor categoría que, si bien están regulados y se alcanzan por concurso, en ciertos casos las concesionarias regulan con un amplísimo margen de discrecionalidad, y se diferencia entre práctica y modos. El »favoritismo’ tiene aquí un amplio campo de desarrollo.

(Immagen Grupo de ferroviarios e inspectores del ‘Trenico’, en la estación de Marín. Autor E. Guinea. Archivo Municipal de Vitoria)

(Emerencia Paz Juez, en «El mundo social de los ferrocarriles españoles de 1857 a 1917». Esmeralda Ballesteros, en «Retribuciones de los trabajadores del ferrocarril. Mito de la aristocracia obrera». Jesús Moreno, en «Prehistoria del ferrocarril». Miguel Muñoz, en «Historia y evolución del uniforme ferroviario». Reglamento de Renfe. Adif)

Oficios del tren: capataz de maniobras

Las estaciones adquieren progresivamente una importancia histórica, sociológica y estética que sobrepasa su simple función técnica. Son, como el ferrocarril en sí (1825-1830, los primeros trenes a vapor en Inglaterra), uno de los elementos característicos del desarrollo industrial y urbanístico del siglo XIX. Las estaciones ferroviarias aparecen en el Reino Unido durante los años 20 del siglo XIX, posteriormente se desarrollan en Francia y finalmente en todos los países industrializados. Recordemos que la llegada del ferrocarril a España se retrasa a 1848 (1837 en Cuba). Nacen en 1830 en la línea Mánchester-Liverpool, donde se desarrolla el primer ferrocarril en tener un servicio regular.

En torno a la nueva distribución ferroviaria se organiza toda la actividad industrial y se destina a este uso diversas áreas junto al ferrocarril, como base de su establecimiento, con tres tipos bien diferenciados: las empresas que pueden mantenerse entre las viviendas, pero aisladas; las de la periferia y las zonas industriales propiamente dichas que se crean, en su mayoría nuevas, dispuestas a lo largo del ferrocarril previsto. La estación comprende el conjunto de instalaciones de vías y agujas desde las que se coordina el tráfico ferroviario, tanto de trenes de viajeros como de mercancías y maniobras, y da servicio comercial de todo tipo a los usuarios del ferrocarril.

Muchas de estas instalaciones tienen como misión principal, aparte de regular el tráfico, la prestación de servicios de mercancías. Disponen de toda un montaje específico necesario para la recepción, clasificación y formación, y expedición de los trenes de mercancías convencionales, que circulan entre ellas y/o a otros destinos nacionales (e internacionales bastantes años después). Además en este emplazamiento se ubica el material rodante, lo que conocemos coloquialmente como trenes. Está formado por los parques de locomotoras, automotores, coches, vagones y maquinaria de vía para los trabajos y mantenimiento de ésta.

Conviene precisar, de una vez por todas, que los coches son los vehículos destinados al transporte de viajeros, por más que algunos (incluimos a los medios de comunicación, salvo excepciones) se empeñen en mal llamarlos vagones (aunque añadan’de viajeros’ no corresponde esta denominación), que son los vehículos destinados al transporte de mercancías, sean cuales sean. Están especializados para los distintos tipos de mercancías a transportar dentro de los trenes de mercancías convencionales (jaulas, plataforma baja, plataforma alta, cerrados, tolvas, cisternas, refrigerados etc.).

Las maniobras ferroviarias se desarrollan en lo que se denomina la playa o patio de maniobras, que no deja de ser una estación ferroviaria especial para la ordenación (descomposición y composición) de los trenes de cargas compuestos por vagones aislados, al contrario que los vagones en bloque. En estas playas permanecen también los coches de las tres clases (primera, segunda y tercera)) a la espera de su selección y clasificación para una determinada composición bien en un convoy exclusivo de viajeros o mixta, que combina coches y vagones, o de carga, con solo vagones. Por lo general, este tipo de emplazamientos se localizan en las estaciones de los grandes nudos ferroviarios y las grandes ciudades industriales.

Las estaciones de transporte de viajeros y terminales de transporte de mercancías están constituidas por las vías principales y de servicio, con los terrenos sobre los que se asientan y todos sus elementos e instalaciones auxiliares precisas para su funcionamiento; los andenes de viajeros y de mercancías; las calzadas de los patios de viajeros y mercancías, comprendidos los accesos por carretera y para pasajeros que lleguen o partan a pie; los edificios utilizados por el servicio de infraestructuras; y las instalaciones destinadas a la recaudación de las tarifas de transporte, así como las destinadas a atender las necesidades de los viajeros.

En estas dependencias ferroviarias desempeñan un conjunto de tareas dentro de la categoría de maniobras y clasificación un grupo de empleados que tienen como misión la composición y maniobras de los trenes. Este grupo de ferroviarios engloba una serie de oficios que solo se dan en las propias estaciones. Durante los años iniciales, a tenor de las ordenanzas conocidas desempeñan también cualquier otra función que requiera su presencia dentro de la estructura del ferrocarril. Una de estas figuras, poco conocida fuera de los ambientes propios del sector, es la del capataz.

Forman esta categoría aquellos agentes que, en determinadas dependencias relacionadas con la circulación de trenes y bajo las órdenes del jefe de circulación correspondiente, dirigen al frente de un grupo de especialistas de estaciones la ejecución de las maniobras. Bajo su supervisión se desarrollan las tareas de clasificar los convoyes y las maniobras de los trenes en las estaciones, así como otros trabajos que tengan que ver con la selección y composición de coches y vagones para formar un tren y sus cargas. El capataz se encuentra al frente de un grupo de peones especializados a los que dirige y controla en las propias estaciones y terminales.

El capataz se pasa a vida entre trenes en movimiento, cortas de material, circulaciones diversas, atento al ir y venir de locomotoras y tractores y vigilante de que los enganchadores realicen con precisión su trabajo para que los vehículos no se suelten cuando se inicie la marcha. Debe extremar las precauciones en vía; por ejemplo, en las ‘encerronas’, cuando los trenes avanzan sobre el mismo piquete y el capataz se encuentra en el vértice. Al cruzar la vía debe tener en cuenta no solo el tren inmediato sino las circulaciones posibles que proceden del campo visual oculto. Y aunque resulte frecuente subir a los trenes en marcha, y los capataces sonn expertos en esta tarea, conviene no tomarse demasiadas familiaridades con estas costumbres cotidianas; un resbalón conduce inexorablemente a caer bajo los coches o vagones. «Paso corto y vista larga», como dicen los ferroviarios de maniobras.

El reglamento de Renfe establece que estos agentes deben conocer la legislación marco del sector ferroviario, el procedimiento de operación de trenes, las características físicas del transporte ferroviario, la mecánica de los trenes, la infraestructura ferroviaria y entender sobre principios de ingeniería mecánica. Todos estos conocimientos permiten a los capataces desarrollar las operaciones de clasificación y maniobras con precisión casi matemática y su concurso resulta fundamental para la composición de los trenes.

En la compañía MZA, lleva una gorra con tres galones de lana amarillos, con uniforme de invierno azul y en verano blusa de tela de hilo azul con vivos encarnados, presillas en las hombreras y dos galones encarnados en el brazo izquierdo, y de pantalón de tela rayada, blanca y azul. En Norte, gorra de paño azul, con tres galones de estambre encarnado y un escudo de latón amarillo de tres centímetros por cinco con el número de orden colocado en el centro de la franja; la superposición de la blusa sobre el resto de piezas y el predominado del pardo en el invierno, y del azul en verano, precisa Miguel Muñoz, uno de los grandes especialistas del país en el conocimiento del personal ferroviario.

Como se describe en líneas precedentes el capataz de maniobras debe seguir las instrucciones para el cambio de vagones, derivar la carga que sale, conducir un vehículo, comprobar el motor de los trenes, hacer cumplir la normativa de seguridad ferroviaria, derivar la carga que entra, desviar el material rodante en las estaciones de clasificación, operar el equipo de radio, realizar inspecciones de las vías ferroviarias, operar sistemas de comunicación ferroviarios y locomotoras de maniobras, realizar el mantenimiento de las locomotoras, hacer frente a condiciones laborales difíciles, evaluar las operaciones ferroviarias, supervisar la circulación de trenes y operar las agujas de cambio del ferrocarril. Pero además debe disponer de conocimientos y capacidades optativas para llevar un registro escrito de la mercancía, realizar labores de carga y descarga de animales, garantizar la estabilidad del tren después de haber subido la carga, comparar el contenido del envío con el conocimiento de embarque y disponer de planos del cableado eléctrico e ingeniería eléctrica.

Dentro de la playa de vías, si el tren tiene destino se rotulan los coches con tiza y, una vez cortado en trozos, se sitúa en un tractor de maniobras en cola y es empujado hacia el lomo de asno, donde por gravedad caen los vehículos en las vías que recogen los citados destinos, La operación la realiza un capataz con la ayuda de un especialista que comprueba que caen correctamente en la vía correcta. Completa la maniobra un jefe de mesa de frenos que, con la ayuda de un freno neumático instalado en el carril, regulo la velocidad de caída de los vagones y coches para evitar fuertes topetazos con los ya estacionados, según la descripción que realiza uno de estos ferroviarios de maniobras. En cuanto a la clasificación de trenes, deben comunicar los datos correspondientes a los vehículos. «Con cierta frecuencia ‘se pierde’ alguno, lo que provoca la consiguiente caminata e inspección de las vías hasta su localización», relata un trabajador jubilado que participa en estas tareas durante su vida profesional.

(Imagen Vía Libre. Fuentes. Esmeralda Ballesteros Doncel, en «Retribuciones de los trabajadores del Servicio de Vía y Obras (MZA), «La construcción del empleo ferroviario como una profesión masculina, 1857-1962» y «Reflexiones en torno a un análisis multidimensional». Emereciana Paz Juez Gonzalo, en «El mundo social de los ferrocarriles españoles de 1857 a1917».. Miguel Muñoz, en «Historia y evolución del uniforme ferroviario»)