Oficios del tren: maquinistas y fogoneros


Bajo el término genérico ‘ferroviarios’ se engloban todos los oficios y empleos adecuados a las peculiares y especiales características de este medio de transporte, que favorece la movilidad de personas y mercancías de una forma más rápida y barata. Desde su origen, estos oficios, dada su responsabilidad, están muy regulados y estructurados por las compañías ferroviarias. Estas empresas protagonizan una creciente y significativa contratación de efectivos, en una amplia gama de ocupaciones y oficios, y con unas condiciones de empleo más ventajosas que las que poseen los trabajadores agrícolas e industriales. El área de la ‘explotación’ comprende tres divisiones principales: Tracción y Material, Explotación y Vía y Obras, y aglutina las dos terceras partes del empleo de las compañías.

Los oficios más representativos del mundo ferroviario son, además del jefe de estación y el revisor, maquinistas y fogoneros, entre los trabajos específicos de tracción, al menos en una visión quizá demasiado mitificada del entorno ajeno al ferrocarril. A esa pareja íntimamente tan asociada le corresponde asumir la conducción de los trenes y colaborar en el mantenimiento y puesta a punto de las locomotoras. «Los maquinistas y fogoneros alcanzan gran valor simbólico como los domesticadores de tecnología del vapor, representación de la modernidad. En consecuencia disfrutan de una alta consideración, merced a su plena dedicación al oficio, con jornadas laborales interminables y un extraordinario desarraigo», explican Nuria Vilas y Jairo Fernández, especializados en sociología del trabajo. Aunque resulte evidente, no deja de ser una cuestión relevante, pues esta pareja se encarga del arrastre de los trenes, a la sazón la tarea esencial, el gesto básico del transporte.

La literatura y el cine retratan a estos profesionales en el manejo de sus potentes e inmensas locomotoras como hombres duros, valientes, bregados en una tarea de rudeza sin par, rodeados de humo y vapor, con sus rostros tiznados por el polvo del carbón, tal y como refleja Frakenheimer en su magnífica película que muestra con un título tan sencillo y evidente: ‘El tren’ . En este tipo de cintas aparece el maquinista con la mitad de su cuerpo fuera de la cabina para ver la vía que tiene por delante, mientras el fogonero se inclina sobre el hogar de la caldera, para poder alimentar el fuego paletada tras paletada de carbón. El film mitifica este trabajo, pero la realidad supera el arquetipo que el cine trasmite e incluso, en ocasiones, la amplifica.

Conducir mastodontes como las ‘Santa Fe’, ‘Montaña’, ‘Mikado’, ‘Confederación’, y tantas otras requieren de la pareja que las maneja un esfuerzo ímprobo. Después de los Indibil y Mandonio, Daoíz y Velarde, Joselito y Belmonte, Panizo y Gaínza (no, Ortega y Gasset es un solo hombre, pese al uso que hace de esta figura algún humorista) hay parejas indisolubles en nuestra historia; maquinistas y fogoneros. La vida de ambos se desarrolla intrínsecamente unida a la máquina que pilotan, de forma que la pareja se transforma en trío y, como tal, este terceto llega a implementarse hasta límites insospechados. La máquina va suave y se conduce con facilitad cuando se complementa con sus elementos humanos; va como la seda, que se dice en el lenguaje de la calle. Y no va tan bien cuando se disuelve ese triunvirato por la falla de algunos de sus componentes. Máquina y hombres se ‘conocen’ y saben hasta dónde se puede llegar sin poner en peligro su continuidad. La costumbre, que no la norma, es que la misma pareja, maquinista y fogonero, tengan asignada una máquina fija, que con frecuencia realiza el mismo servicio. Un triunvirato casi perpetuo.

La locomotora es veloz, ruidosa y aterradora para un mundo que conoce hasta entonces nada más que la tracción de sangre o el empleo de la vela; su manejo es indudablemente peligroso tanto para quien lo acomete, como para sus compañeros de trabajo y para los pasajeros, sobre todo si tenemos en cuenta que apenas existen mecanismos de seguridad fiables y que todo depende al final del factor humano; es decir, de la pericia y del sentido de la responsabilidad del propio maquinista y su intrínseco compañero de fatigas. Sin embargo, pese a la obligada especialización de este oficio (y como tal ocupación se aprende desde el escalafón más bajo a través de la práctica ferroviaria) la formación de los trabajadores cae bajo la responsabilidad de las compañías. «A pesar del gran número de maquinistas que hay en España, no existe una escuela especial para formarlos, vacío que se debe llenar cuanto antes (sic), como procuran hacerlo parcialmente algunas compañías de ferrocarriles. En el Conservatorio de Artes y Oficios de Madrid, no se profesan las máquinas de vapor en un curso especial, si bien se dan las enseñanzas preparatorias para el conocimiento de dicho motor», constata el ingeniero y catedrático Gumersindo Vicuña en el prólogo del «Catecismo de los maquinistas y fogoneros».

Esta particular conexión entre máquinas y hombres propicia «una identidad fuerte y orgullosa de elite obrera, que los posiciona frente al resto de trabajadores del sector. No es de extrañar por tanto que fuera habitual un cierto sentimiento de superioridad sobre el resto de las categorías presentes en el Mundo del Trabajo de los ferroviarios», sostiene el sociólogo Jairo Fernández. De hecho, los primeros conflictos ferroviarios españoles se dan entre los maquinistas de la Compañía de Caminos del Hierro del Norte de España en 1872 y se ven acompañados de un primer intento de crear una federación específica al año siguiente, como puede comprobarse en el Archivo de la Prefectura de Policía de París. Y cuando se extienden las protestas laborales en el sector en la segunda década del siglo XX participan solo como un colectivo independiente no integrado en el principal organismo sindical de la época, la Federación Nacional de Ferroviarios.

Esta singular pareja, asociada casi de por vida, se ve obligada a alejarse de su casa; a desempeñar su trabajo en largas jornadas que llegan a 12 y 14 horas diarias; a alimentarse en la propia locomotora, sin poder abandonarla y con continuos cambios de horarios; a dormir fuera de su domicilio, en lugares colectivos habilitados por las compañías ferroviarias, para lo que disponen de 8 horas, pero en los que deben aportar las sábanas necesarias que guardan en carteras de cuero para preservarlas de la suciedad. Además deben añadirse las duras condiciones de su oficio, que se ven obligados a desempeñar sin que las inclemencias del tiempo les sirvan de excusa; en invierno, el frío, la lluvia y la nieve hace de los viajes nocturnos una tarea penosa; y en verano el calor ambiental, junto con el que desprende la caldera, hacen de las cabinas un auténtico infierno, que solo pueden aliviar con el agua que almacenan en el botijo o el búcaro.

A las condiciones en que se desarrolla el trabajo, debemos unir otros elementos que hacen de su tarea una labor de enorme dureza. A lo largo del recorrido, el maquinista debe permanecer atento al tramo de vía que encuentra por delante, mientras maneja el regulador y va soltando o reteniendo vapor según lo pida el trazado. Ni qué decir tiene que el conocimiento de la línea por la se que transita resulta también una cuestión elemental para efectuar el recorrido en óptimas condiciones de seguridad. «Saber dónde debe reducirse la marcha del tren utilizando sólo el freno de la locomotora o aplicando el contravapor o, por el contrario, efectuar la señal de “pedirfrenos” a los guardafrenos de la brigada de trenes que viajan encaramados en las garitas de los vagones y coches de la composición, es indispensable para respetar las señales o efectuar las paradas prescritas en su itinerario. Además conocer el recorrido permite estar atento a la indicación de las señales correspondientes a las estaciones que debían atravesar en su marcha, y lo más importante, permitía optimizar el rendimiento de la máquina, adecuando su marcha al perfil del tramo de vía que en cada momento atravesaban. De esta manera, abrir o cerrar el regulador en su justa medida, permitía alcanzar la velocidad precisa en cada momento, disminuyendo la aplicación del freno y el consumo de combustible«, explica el equipo de trabajo de la Unidad de Negocio de Regional de Renfe en uno de sus trabajos.

El maquinista engrasa las bielas, los cojinetes y los patines y el fogonero barre la cabina, limpia los cristales, abrillanta los dorados y ayuda en la labores de engrase. Este último también coloca el carbón en el ténder, parte los trozos más grandes y rompe las briquetas (grandes bloques de carbón prensado que no se pueden echar a la caldera tal y como se cargan en el ténder). A la hora fijada salen del depósito para la estación, donde realizan las preceptivas maniobras para poner la máquina en cabeza del tren. El fogonero realiza el enganche y espera las señales del jefe de estación para iniciar el viaje. «Es un deber escrupuloso del maquinista atender á (sic) que los émbolos, las correderas y las válvulas no dejen escapar el vapor; y como estas pérdidas son continuas, por pequeñas que sean, al cabo del dia resulta una pérdida bastante grande de vapor, ó (sic), lo que es lo mismo, de combustible. Además, dichos escapes aumentan continuamente por causa de la acción corrosiva del vapor, y resulta que los órganos defectuosos exigen muy pronto que se les reemplace por otros», destaca el ingeniero de Lieja J. G. Malgor.

Entre otras funciones, sobre el maquinista recae la responsabilidad de que la locomotora esté en óptimo estado y que todos los elementos del interior de la cabina se encuentren ajustados y listos para su función, bien para el funcionamiento de la máquina o para el control del tren u otros propósitos: inyectores de vapor, recalentador, regulador, calentador, soplador, condensadores, freno, areneros, campanas y silbatos… También debe recibir e interpretar la información suministrada por el jefe de estación y las señalizaciones en la vía, poner el tren en macha cuando le sea indicado, seguir los procedimientos establecidos para poder detenerse en una estación y mantener los horarios establecidos. «Si el maquinista conoce su máquina puede hacer más de tarde en tarde las observaciones, pero es bueno que no pase nunca más de dos meses sin hacerla», reza el «Catecismo de los maquinistas y fogoneros».

La tarea principal del fogonero, como ya se cita anteriormente, es alimentar el fuego del hogar de la locomotora de vapor, aunque como auxiliar participa en su limpieza y engrase. También se ocupa del freno del ténder (el vagón inmediato a la máquina donde se acumula el combustible sólido o líquido). Su jornada de trabajo comienza dos horas antes de la partida del tren; debe llegar al depósito de máquinas sesenta minutos antes que su compañero para encender el hogar y calentar el agua en la caldera, que debe tener la presión justa para que la locomotora pueda iniciar la marcha. Trajina en el reducido espacio de la máquina manejando paladas con carbón de hulla o madera, siempre a la intemperie, sin protección y a merced del frío, la lluvia o el abrasador sol de verano. Un trabajo duro; palea unas 4 toneladas de carbón al día en las líneas de vía estrecha y del orden de 11 en las de vía ancha.

El reglamento de las compañías ferroviarias establece a fines del siglo XIX que, para ser fogonero, es preciso «saber leer y escribir, tener de 22 a 35 años, ser robusto, poseer buena vista y buen oído«, así como «ser herreros, caldereros, torneros o ajustadores». Para evitar desplazarse hasta la instalación ferroviaria e informarse del horario de comienzo de trabajo, se hace habitual la existencia de ‘avisadores’, personas que, pagadas por la pareja de trabajo, se ocupan de informarles del horario y jornada asignados. Las horas de trabajo dependen de las necesidades del servicio. «Cuando llegábamos a destino nos lavábamos con el agua de la máquina, porque en los dormitorios no había agua caliente; en muchos no había ni siquiera duchas. Teníamos que hacernos la cama con nuestras sábanas de casa; el dormitorio era el sitio donde vivíamos, allí también nos hacíamos las comidas, ya que con frecuencia pasábamos cinco o seis días fuera de casa, por lo que íbamos al mercado y comprábamos de todo. Cuando salíamos de viaje teníamos que llevar lo que llamábamos el arca, que era un baúl bastante grande donde llevábamos la ropa y útiles de cocina», relata uno de estos ferroviarios.

En general, ambos oficios no están bien retribuidos, pero los salarios habituales alcanzan a base de muchas horas y con la suma de diversos incentivos y primas, entre ellos el ahorro del combustible, a los que hay que añadir los de economía en el aceite y puntualidad en los horarios establecidos. De la misma manera, existen penalizaciones por retrasos o averías debidas a descuidos o deficiente atención a la máquina.

La vida de esta pareja se aleja, por tanto, de esa visión romántica del cine. Muy al contrario, la máquina es una permanente obsesión, una herramienta de la que depende el bienestar propio y el de sus familias, con frecuencia una pesada obligación de la que en el momento más propicio consigue librarse; conservan su condición de maquinistas, pero pasan a conducir automotores y locomotoras diesel o eléctricas, quizá de menos plástica, pero mucho más cómoda en lo referente a sus condiciones de trabajo. El 23 de junio de 1975 el entonces príncipe Juan Carlos apaga la caldera de la ‘Mikado 141 f-2348’ y cierra un ciclo histórico. Y con ello se rompe la mítica pareja y decae y muere el oficio de fogonero.

(Imagen Forollosa. Cortesía Fototeca Archivo Histórico Museo del Ferrocarril de Marid. Maquinista Juan Gangoitia Puente y fogonero Alfredo Boutifer. Montaña 4608. Depósito de Miranda de Ebro)

(Fuentes. Carlos Lapastora Hernández y otros, en «Los ferroviarios en la historia del ferrocarril: el caso de Renfe». María de Luján Benito Barroso, en «Expansión ferroviaria en España en el siglo XIX. Entorno económico-social y modelo contable ferroviario: MZA (1875-1900. » Esmeralda Ballasteros, en «La construcción del empleo ferroviario como una profesión masculina, 1857-1962». Jairo Fernández y Nuria Vila, en «Identidades ferroviarias y espíritu de cuerpo en España 1940-1965». J. G. Malgor, en «Catecismo de los maquinistas y fogoneros»)

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