Archivo diario: junio 13, 2020

Oficios del tren: mozo de equipajes

Las compañías ferroviarias se convierte rápidamente en las empresas con el volumen de empleo más numeroso del país y constituyen en un breve espacio de tiempo unas plantillas con unas dimensiones totalmente desconocidas en España. La evolución cuantitativa del empleo ferroviario no tiene parangón; a comienzos del siglo XX suma 50.783 trabajadores, que representa el 0,68%o de la población activa, el 36,7% del sector transportes y comunicaciones» y el 7,20% de las industrias manufactureras. Durante el primer tercio del siglo no deja de crecer, hasta alcanzar en 1930 las 121.945 empleos, que se traducen en un 1,41% de la población activa; el peso relativo dentro del sector se reduce, sin embargo, a los 31,37 puntos, pero aumenta ligeramente hasta los 7,55 puntos respecto a las industrias manufactureras. (En 1995 la plantilla de Renfe es la tercera más numerosa del país y representa el 5,7% del empleo fijo).

El ferrocarril se constituye, como se ve en capítulos anteriores, por un número muy alto de profesiones específicamente ferroviarias, lo que resulta obvio y evidente, pero que no se puede soslayar y dejar de lado. El nuevo medio de transporte trae nuevos empleos y oficios, como son maquinistas, fogoneros, guardafrenos, etc., pero también un número muy dispar de trabajos que, por afinidad e identidad, acabamos de describir englobados en el genérico, pero preciso, término de ferroviarios. Y con la llegada del tren se produce una nueva revolución que afecta, no ya en las costumbres sociales, sino que impacta de lleno en la concepción y desarrollo de las ciudades.

La primera línea de ferrocarril comercial une Liverpool y Manchester. Inaugurada el 15 de septiembre de 1830, se trata de una vía pública para el transporte de viajeros y cargas, que cuenta con una longitud de 54.7 kilómetros (34 millas). Al principio, o final, aparece la primera estación de ferrocarril de la historia: Liverpool Road Station en Mánchester. «La estación era muy modesta: una construcción con cinco vanos y dos pisos, una entrada tripartita y, sobre ella, ventanas también tripartitas» , describen los arquitectos de la época. En estos primeros años de existencia del ferrocarril, lo importante es que llegue el tren y se detenga. Más tarde se pensará en la estación. «La construcción de las estaciones de ferrocarril presupone la existencia de los ferrocarriles», afirma casi como un tópico Antoine Pevsner, escultor y pintor francés de origen ruso, iniciador del estilo constructivista.

La estación de ferrocarril surge, por tanto, como «dignificación del nuevo transporte en su contacto con la ciudad, elemento intermediario entre hombres y máquinas, donde se van desarrollando relaciones de mayor complejidad con el límite que la genera», sostiene la arquitecta Esther Mayoral Campa. La relación de la estación y el tren entra dentro del contexto de la evolución misma del concepto de modernidad. Muy pronto los edificios de viajeros se convierten en polo de atracción urbana de primera magnitud dentro de la ciudad tradicional, justo cuando se culmina el derribo de las viejas murallas que constriñen el desarrollo urbano y que ven de nuevo cómo se limita su crecimiento por estas edificaciones, que desempeñan el papel de nuevo cinturón que empieza a encerrar a las ciudades (muy avanzado el siglo XX estos muros caen o se transforman en espacios comunitarios).

Resulta muy habitual que las estaciones de ferrocarril nazcan en los límites de la ciudad; y junto a ellas es frecuente encontrar otro tipo de edificios, que por su tamaño y funcionamiento, tampoco resulta posible hacerles un hueco dentro de la ciudad: plazas de toros, cuarteles, mataderos, hospitales y cárceles (durante el siglo XX, fruto del crecimiento, pasan a convertirse en zonas céntricas de las propias urbes). Desde el principio, asumen la necesidad de conectar un fenómeno artificial como el ferrocarril al espacio de los ciudadanos y actúan como nexo entre el paisaje industrial y el paisaje tradicional. «Los hombres necesitan formalizar en un edificio ese espacio intermedio que surge entre dos realidades tangentes, necesitan generar un punto de ingreso al entorno donde se inserta el ferrocarril», según la explicación de otro arquitecto, Borja Aróstegui Chapa.

Estos edificios de viajeros asumen una situación fronteriza y polarizada, en la que quedan reflejadas muchas de las condiciones sociales, culturales, geométricas y espaciales generadas por la ciudad. «Las estaciones asumen la dualidad entre el mundo del hombre y de la máquina y lo expresan en dos piezas perfectamente distinguibles. Independientemente de la tipología de la estación, sea estación término o estación de paso, existe una clara fractura en la interpretación del lugar entre los dos elementos que las estaciones decimonónicas proponen. Por lo general, el edificio destinado al ferrocarril responde a una estructura, que como los pabellones es independiente del lugar, estas piezas de metal y vidrio, se posan sobre las vías del tren. Es un espacio interiorizado, en el cual la percepción desde el exterior no importa. Es un objeto hoy conocido, pero que en su momento representa cierto grado de abstracción. Propone una arquitectura ‘fea’ que prescinde del ornamento, y que la sociedad sólo acepta por su carácter funcional. Estos edificios se ocultan tras la pieza de viajeros, tras tapias, y construyen la transición entre lo móvil y lo estático», explica Aróstegui.

Pero más allá de su identidad y visión arquitectónica, las estaciones constituyen el núcleo vital de la vida ferroviaria, con espacios públicos y reservados a los trabajadores de la compañía, donde se pueden entremezclar decenas de empleados, cientos de viajeros y pequeños grupos de viandantes que utilizan estos lugares para su esparcimiento. Tal mezcolanza propicia un universo ordenado y caótico a la vez, según el papel que desempeñan unos y otros. Concebidos como espacios clave dentro del sistema de transporte ferroviario, se atienden las necesidades propias del viajero y de las personas que acuden a su encuentro y satisfacen las exigencias que requieren los distintos oficios que allí se desarrollan. En muchos casos, estos edificios se convierten en el nuevo ágora ciudadano, sobre todo cuando la monumentalidad y el movimiento resultan favorables.

La presencia de personal ajeno al servicio o el pasaje lleva a las concesionarias a establecer condiciones muy estrictas para el acceso al recinto ferroviario, de tal forma que «cocheros, zagales y corredores de huéspedes» se ven obligados a permanecer fuera de las dependencias ferroviarias, a la espera de los viajeros. Las compañías se escudan para ello en que se debe garantizar el orden del servicio de los carruaje, de tal forma que hay reglamentos donde se conmina expresamente a estos a que «por ningún motivo ni pretexto puedan abandonar los pescantes de sus respectivos carruajes», obligación evidentemente penosa bajo el sol de agosto o los fríos de enero.

«La estación se agranda, se hunde, se funde con las máquinas, hasta formar parte de su propia naturaleza. Los recorridos del tren ya no son únicamente tangentes al edificio, son consecutivos, transversales. Los hombres y las máquinas se unen en un sólo espacio. El edificio supera el concepto de tipo, esquema función-forma, para introducirnos en la megaestructura», concluye Mayoral Campa. Los trenes salen y llegan, muchas veces, fuera del horario establecido. El vapor de las locomotoras, los silbidos de las máquinas, el humo concentrado en las marquesinas, los transeúntes apresurados, los ferroviarios atareados en una y mil operaciones forman un conjunto armónico, que se repite mecánicamente de un día para otro, como si de una coreografía ensayada se tratara.

En las atestadas estaciones, el ir y venir de los viajeros provoca una agitación constante. Entre todos los trabajadores ferroviarios que pululan por el vestíbulo, destacan los mozos o maleteros, que bien llevan atestados carros con maletas, bien esperan a los posibles viajeros para trasladar sus equipajes camino del tren o hacia la salida en busca de otro transporte. Solícitos como nadie a la búsqueda del cliente, ofrecen su mano de obra con la sonrisa en los labios y la gorra sempiterna calada sobre las cejas. No importa la edad para el uso del calificativo laboral. Son por lo general hombres rudos, experimentados en el trato con el cliente; zalameros y con mucha picaresca e ironía. Buscan la señal del cargado viajero para aliviarle de su pesadilla.

Normalmente son trabajadores que están al margen de cualquier contrato laboral con las concesionarias. Pero el jefe de estación y la Guardia Civil o la Policía saben perfectamente quién es cada cual. Vestidos con un largo blusón llegan incluso a portar al hombro fardos de cuerda para hacer aún más evidente el oficio. El servicio casi se hacea la carrera, porque deben intentar hacer el máximo de portes en cuanto el tren pare en la estación. Y, hasta que otro convoy haga su entrada, permanecen en corrillos contando historias o bebiendo en la cantina. Como todo trabajo que, en apariencia, sólo precisa de la fuerza física es menospreciado y reservado a las capas sociales más bajas.

Esta tarea menor resulta, sin embargo, importante para garantizar una mayor comodidad de los viajeros, especialmente de aquellos que se adentran en las estaciones con numerosos bultos, grande baúles a modo de equipajes en aquellos primeros tiempos del ferrocarril o pesados fardos que no se han facturado como mercancías. Y pese a que la labor tiene el reconocimiento de la clientela, las compañías remolonean a la hora de incluir a estos empleados en su estructura regular; apenas hay constancia de su presencia en los registros de las concesionarias. En la mayor parte de los casos, asumen este trabajo por su cuenta y riesgo. Algunos de estos trabajadores salen del antiguo gremio de ‘mozos de cuerda’, el personal que desarrolla tareas de transporte de grandes bultos (semejantes a los empleados de mudanza de hoy en día) bien de particulares o de empresas, para lo que portan enormes sogas, lo que da origen a su denominación.

La ausencia de documentos que den noticia de sus uniformes obliga a recurrir al material gráfico existente, recuerda Miguel Muñoz, exdirector del Museo del Ferrocarril de Madrid. Durante los años centrales de siglo XX se les ve con una blusa de color agrisado, por todo uniforme, que complementan con gorra de plato, en la que se sobrepone en la nesga (pieza de tela triangular que se agrega a una prenda de ropa para darle vuelo o la anchura que necesita) una chapa con un número identificador, aunque por lo que general este suele ir sobre la vestimenta. En años posteriores la única novedad consiste en la sustitución de la blusa por un mono de dos piezas (chaqueta y pantalón) de igual color, aunque es posible observar diferentes atavíos y colores, generalmente el azul marino, como refiere Muñoz, gran conocedor del mundo ferroviario y autor de una profusa colección de libros sobre la materia.

Este oficio ferroviario incluso se retrata con cierto cariño y añoranza en algunas películas del cine español de los sesenta y setenta. El gran maestro de periodistas Antonio Burgos también escribe sobre ellos, en julio de 2004 en la revista Hola «¡Qué tiempos aquellos de nuestros padres, en que en las estaciones había maleteros! Unos maleteros de Renfe, propios o asociados, uniformados con unos blusones como de vendedores de queso de la Mancha o miel de la Alcarria, pero en ferroviario azul marino, con una breve gorra de plato con visera de hule de las que llamaban rusas, en la que llevaban bordado el nombre de su digno oficio: «Mozo de equipajes». Y con unos vehículos de mano que daba gloria verlos: ya grandes carros de cuatro ruedas donde cabía entero el equipaje de la compañía de doña Concha Piquer, incluidos todos sus famosos baúles; ya utilísimas carretillas de dos ruedas, en las que amontonaban las maletas y bultos con singular destreza, en pirámides de equipajes que llevaban con profesionalidad, destreza y maestría. Cada vez que llegamos a una estación o a un aeropuerto, ¡cómo echamos de menos a los maleteros! Para los que aún estamos en edad de carga y descarga es solamente un problema de comodidad, pero para las personas mayores no es un problema: ¡es que como no vayan acompañadas no pueden viajar solas! Porque ya no tienen fuerzas para bregar con las maletas, vagón arriba y vagón abajo, o de la cinta transportadora de los aeropuertos al carrito, y del carrito al taxi». Una descripción simpática y nostálgica.

(Imagen colección Vicente Garrido. Cortesía Fototeca. Archivo Histórico Ferroviario. Museo del Ferrocarril de Madrid. Mozos de equipaje de la estación madrileña Príncipe Pío)

(Fuentes. Borja Aróstegui Chapa. «Auge y abandono de las grandes estaciones europeas y su transformación con la llegada de la alta velocidad». Esther Mayoral Campa, en «Estaciones de ferrocarril, arquitecturas de síntesis». Pedro Navascués e Inmaculada Aguilar, en «Introducción a la Arquitectura de las Estaciones en España». Miguel Muñoz, en «Historia y evolución del uniforme ferroviario». Revista Hola).