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Estaciones singulares: Príncipe Pío

La capital de España posee una riqueza inmobiliaria de un valor incalculable: desde palacios del siglo XVIII hasta teatros de gran raigambre, pasando por edificios únicos y obras insignes de la arquitectura industrial. Entre estos últimos destacan tres de las estaciones ferroviarias más importantes de la ciudad, Delicias, Atocha y Norte. La realización de estos espacios es relevante para la arquitectura de la época, ya que requieren grandes edificios bien ventilados, debido a la acumulación de humos provenientes de las locomotoras. De ahí que realicen construcciones abovedadas que permitan la salida de estos humos. Las primitivas cubiertas de ladrillo y piedra de la zona de vías se sustituyen por estructuras de hierro, que dan lugar a una arquitectura característica propia de estas infraestructuras.

Este tipo de arquitectura entra en Madrid gracias a la construcción de mercados cubiertos. El profesor de la Escuela de Arquitectura Mariano Calvo y Pereira presenta en 1868 los proyectos para los mercados de la Cebada y de los Mostenses, similares a los parisinos de Les Halles, que se convierten en el prototipo europeo. Poco después (1887) se abre al público el Palacio de Cristal del Retiro, con motivo de la Exposición de las Islas Filipinas celebrada ese año. Las estaciones de ferrocarril no tardan en llegar: Sur, Mediodía y Norte.

Los hermanos Péreire consiguen la concesión de la línea ferroviaria de Madrid a Irún, para lo que crean en 1858 la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España. La nueva línea pretende proporcionar carbón del norte para el incipiente desarrollo industrial de la capital, así como otros alimentos frescos. La línea Imperial, como también se le conoce, une Madrid con Irún y pasa por Ávila, Medina del Campo, Valladolid, Burgos, Miranda de Ebro, Vitoria y San Sebastián. Con los años se convierte en la espina dorsal de las comunicaciones férreas del norte de España, papel que aún hoy mantiene.

La entrada en Madrid de la línea ferroviaria es complicada. La necesidad de descender hasta el valle del río Manzanares obliga a trazar una gran curva en las inmediaciones de Aravaca y Pozuelo de Alarcón (al oeste de la capital), y la imposibilidad de remontar el fuerte desnivel con el que la ciudad se asoma al río obliga a recurrir a una estrecha franja de terreno para construir la estación. El terreno elegido se encuentra a los pies de la montaña del Príncipe Pío (actual Parque de la Montaña, englobado en el parque del Oeste, y en cuya cumbre se encuentra el Templo de Debod) de donde toma su nombre moderno. Lo angosto de la localización provoca ya críticas de las autoridades ante la imposibilidad de ampliar la estación en caso de necesidad.

Paradójicamente la nueva terminal se prevé como una estación de paso, es decir, compuesta por dos bloques paralelos a un lado y a otro de las vías, pero sin cerrar para formar la U que parece exigir un edificio de viajeros de cabeza de línea; Cada uno de aquellos bloques responde a una elemental separación de funciones que es constante en la organización general de las estaciones, a saber, el edificio de salida de viajeros y el de llegada, ambos con sus correspondientes patios, explica el arquitecto Pedro Navascués. «Nuestra estación del Norte nació coja y sólo la obra llevada a cabo en el primer cuarto de nuestro siglo intentaría paliar con dificultad aquella situación«, sostiene el técnico madrileño.

El plan de la compañía francesa Biarez divide la estación en tres zonas: dos con planta en forma de L para viajeros y la tercera para la ubicación de las vías. La idea es que los viajeros entren por un lado con el acceso ubicado en el Paseo de la Florida y salgan por el otro situado en el Paseo del Rey. Éste último no se realiza hasta 1928, y queda abierto con unos jardines que salvan el desnivel existente. Sin embargo, ya en el anteproyecto se fija claramente la disposición del edificio. Allí se determina la longitud de la estación, con 155 metros, la luz de la gran cubierta de hierro y cristal, cuyas formas tienen una anchura de 40 metros, la distribución y uso de los edificios de salida y llegada, que cuentan cada uno de ellos con un cuerpo central y alto y dos alas más bajas que rematan en dos pabellones extremos de mayor altura.

El primer edificio tiene un tratamiento de honor, un acceso desde la que se llama carretera de Galicia (Paseo de la Florida), con unos jardincillos en el patio, y consta de una planta única en la que se sitúa el gran vestíbulo central con el despacho de billetes, las salas de espera para primera, segunda y tercera clase, mensajería, equipajes y consigna, así como el café y fonda en un extremo y en el otro pabellón opuesto la vivienda del jefe de estación. El edificio de llegada cuenta con un pequeño vestíbulo público y una serie de pequeñas dependencias además de aquellas correspondientes a equipajes y mensajería. Aunque ambos edificios se hallan unidos por la cubierta de hierro y cristal, también tienen un nexo a través de las vías que cortan perpendicularmente a las cinco dispuestas en paralelo a dichos edificios. Toda la obra se debe a los ingenieros franceses Biarez, Grasset y Ouliac.

Una gran armadura metálica, cuyo autor es el ingeniero Mercier en 1881, cubre las cinco vías y una zona destinada a las mercancías ubicada al lado de la montaña. Esta cubierta tiene 40 metros de luz y para su construcción se emplea el sistema Polenceau que, por medio de tirantes, logra la estabilidad de la armadura, solución que reduce a una única tornapunta sobre cada par. Con la llegada del nuevo siglo, el ingeniero Grasset prolonga la cubierta con dos naves con medidas de 13,50 de ancho por 27 de alto, para suplir la terminal que se levanta en el lado de la Cuesta de San Vicente. En 1926 la compañía obtiene la autorización para cerrar ese lado, y da lugar a la actual forma de L que tiene, tal y como se proyecta en un primer momento.

El nuevo edificio no sigue la tipología del ya existente; se levanta una estructura de hormigón de estilo historicista al exterior y al interior se mezclan varios estilos como el barroco y el art decó de moda en aquellos años. De esta fase destacan los elementos en metal como ascensores, escaleras y decoraciones en la sala. La primera parte de la obra la desarrolla el arquitecto Luis Martínez Díez, de la compañía Norte, y la segunda se realiza con mayor calidad por Alfonso Fungairiño que trabaja sobre un proyecto de Pedro Muguruza. «La primacía de lo arquitectónico y la conservación de formas tradicionales, parecen querer evitar la dicotomía arquitectora-ingeniería, dando como resultado una arquitectura que ni directa -a través de la forma- ni simbólicamente tímido realce dado al eje de la fachada», sostiene Navascués.

Bajo las dos torres se proyectan la zona de dirección y la fonda. El gran vestíbulo alberga las taquillas de billetaje, servicios de equipaje así como la escalera que conduce al andén en bajo. Igualmente se encuentran los montacargas, para equipajes, y unos ascensores para viajeros. Los hierros de las escaleras, ascensores, verja de facturación, etc., son de un diseño simple pero de indudable interés, donde se repiten temas sencillos de desarrollo vertical. Dichos hierros y algunas lámparas son los únicos testimonios accesorios que restan de estos años. Muy notables son algunas piezas, como el llamado salón de Autoridades, diseñado en un estilo muy nodino y seudo barroco, mientras que el bar, que no tiene obligación de mantener una imagen grave, es una buena muestra de Art-Deco.

Tras la Guerra Civil la estación queda muy dañada. El Estado se hace cargo de la red ferroviaria y da paso al nacimiento de Renfe, un ente público y estatal, que desde ese momento se encarga de la gestión de la red ferroviaria española. Durante estos años la estación se convierta en la segunda terminal de la ciudad tras Atocha, no en balde es cabecera de todos los trenes que van de Madrid al Cantábrico, a Castilla y León y a Portugal; de hecho es históricamente cabecera de la línea Madrid-Irún. Sin embargo, este periodo toca a su fin con los nuevos accesos ferroviarios de Madrid. Con la apertura de Chamartín en 1967 al norte de la ciudad como cabecera de la nueva línea directa Madrid-Burgos –que acorta el camino hacia Irún con respecto a la línea que va por Valladolid–, los servicios ferroviarios se traspasan paulatinamente a las nuevas instalaciones. La vieja terminal del Norte queda desplazada del eje fundamental formado por Atocha y Chamartín con el túnel que las une. En 1976 todos los servicios son trasladados a aquellas salvo los trenes de Cercanías. En 1979 recupera parte de su actividad al acoger los trenes (Talgos III y expresos) que se dirigen hacia Galicia.

Norte mantiene los tráficos de Galicia hasta la década de 1990 (en enero de 1993 sale el último expreso hacia la costa gallega), cuando la estación es cerrada definitivamente para acometer una importante obra que la convierte en un gran intercambiador de transportes. Las obras modifican completamente las instalaciones, abren un gran agujero en el centro de la estación bajo las marquesinas para acoger las nuevas líneas de metro (6 y 10), modifican la playa de vías para adecuar las instalaciones al servicio de Cercanías, así como ampliar la capacidad de la circunvalación ferroviaria que en estos años se reforma, soterra e integra plenamente en la ciudad bajo la actuación conocida como Pasillo Verde Ferroviario. Con esta actuación se permite que el servicio de Cercanías procedente del corredor noroeste pase por la estación y continúe hacia el sur camino de Atocha. La nueva estación se inaugura en 1995, con su nueva denominación de Príncipe Pío.

En 2004, con la puesta en marcha del centro comercial Príncipe Pío se rehabilita una buena parte del conjunto de la estación, de la que queda entonces pendiente el edifico histórico de cabecera. Ubicado en el Madrid histórico y turístico, y rodeado de zonas verdes, cuenta con “inmejorables” comunicaciones. En concreto, presenta acceso desde la M-30 y mediante transportes públicos (Cercanías, metro y autobuses urbanos e interurbanos) que confluyen en el cercano intercambiador del mismo nombre. Adif adjudica en 2015 la explotación del vestíbulo al consorcio formado por las empresas Global Health Consulting, You Show y Wonderland Capital durante 50 anos a cambio de 23,35 millones de euros. La intención inicial es convertir el espacio en un recinto dedicado al teatro, una zona de restauración y una academia de artistas.

(Fuentes Pedro Navascués, en «Las Estaciones y la arquitectura de hierro de Madrid» y «Arquitectura e Ingeniería del Hierro en España (1814-1936)». Autores varios, en “Las estaciones ferroviarias de Madrid”. Vanessa Montesinos, en «Pedacitos de Historia y Arte»).

Oficios del tren: mozo de equipajes

Las compañías ferroviarias se convierte rápidamente en las empresas con el volumen de empleo más numeroso del país y constituyen en un breve espacio de tiempo unas plantillas con unas dimensiones totalmente desconocidas en España. La evolución cuantitativa del empleo ferroviario no tiene parangón; a comienzos del siglo XX suma 50.783 trabajadores, que representa el 0,68%o de la población activa, el 36,7% del sector transportes y comunicaciones» y el 7,20% de las industrias manufactureras. Durante el primer tercio del siglo no deja de crecer, hasta alcanzar en 1930 las 121.945 empleos, que se traducen en un 1,41% de la población activa; el peso relativo dentro del sector se reduce, sin embargo, a los 31,37 puntos, pero aumenta ligeramente hasta los 7,55 puntos respecto a las industrias manufactureras. (En 1995 la plantilla de Renfe es la tercera más numerosa del país y representa el 5,7% del empleo fijo).

El ferrocarril se constituye, como se ve en capítulos anteriores, por un número muy alto de profesiones específicamente ferroviarias, lo que resulta obvio y evidente, pero que no se puede soslayar y dejar de lado. El nuevo medio de transporte trae nuevos empleos y oficios, como son maquinistas, fogoneros, guardafrenos, etc., pero también un número muy dispar de trabajos que, por afinidad e identidad, acabamos de describir englobados en el genérico, pero preciso, término de ferroviarios. Y con la llegada del tren se produce una nueva revolución que afecta, no ya en las costumbres sociales, sino que impacta de lleno en la concepción y desarrollo de las ciudades.

La primera línea de ferrocarril comercial une Liverpool y Manchester. Inaugurada el 15 de septiembre de 1830, se trata de una vía pública para el transporte de viajeros y cargas, que cuenta con una longitud de 54.7 kilómetros (34 millas). Al principio, o final, aparece la primera estación de ferrocarril de la historia: Liverpool Road Station en Mánchester. «La estación era muy modesta: una construcción con cinco vanos y dos pisos, una entrada tripartita y, sobre ella, ventanas también tripartitas» , describen los arquitectos de la época. En estos primeros años de existencia del ferrocarril, lo importante es que llegue el tren y se detenga. Más tarde se pensará en la estación. «La construcción de las estaciones de ferrocarril presupone la existencia de los ferrocarriles», afirma casi como un tópico Antoine Pevsner, escultor y pintor francés de origen ruso, iniciador del estilo constructivista.

La estación de ferrocarril surge, por tanto, como «dignificación del nuevo transporte en su contacto con la ciudad, elemento intermediario entre hombres y máquinas, donde se van desarrollando relaciones de mayor complejidad con el límite que la genera», sostiene la arquitecta Esther Mayoral Campa. La relación de la estación y el tren entra dentro del contexto de la evolución misma del concepto de modernidad. Muy pronto los edificios de viajeros se convierten en polo de atracción urbana de primera magnitud dentro de la ciudad tradicional, justo cuando se culmina el derribo de las viejas murallas que constriñen el desarrollo urbano y que ven de nuevo cómo se limita su crecimiento por estas edificaciones, que desempeñan el papel de nuevo cinturón que empieza a encerrar a las ciudades (muy avanzado el siglo XX estos muros caen o se transforman en espacios comunitarios).

Resulta muy habitual que las estaciones de ferrocarril nazcan en los límites de la ciudad; y junto a ellas es frecuente encontrar otro tipo de edificios, que por su tamaño y funcionamiento, tampoco resulta posible hacerles un hueco dentro de la ciudad: plazas de toros, cuarteles, mataderos, hospitales y cárceles (durante el siglo XX, fruto del crecimiento, pasan a convertirse en zonas céntricas de las propias urbes). Desde el principio, asumen la necesidad de conectar un fenómeno artificial como el ferrocarril al espacio de los ciudadanos y actúan como nexo entre el paisaje industrial y el paisaje tradicional. «Los hombres necesitan formalizar en un edificio ese espacio intermedio que surge entre dos realidades tangentes, necesitan generar un punto de ingreso al entorno donde se inserta el ferrocarril», según la explicación de otro arquitecto, Borja Aróstegui Chapa.

Estos edificios de viajeros asumen una situación fronteriza y polarizada, en la que quedan reflejadas muchas de las condiciones sociales, culturales, geométricas y espaciales generadas por la ciudad. «Las estaciones asumen la dualidad entre el mundo del hombre y de la máquina y lo expresan en dos piezas perfectamente distinguibles. Independientemente de la tipología de la estación, sea estación término o estación de paso, existe una clara fractura en la interpretación del lugar entre los dos elementos que las estaciones decimonónicas proponen. Por lo general, el edificio destinado al ferrocarril responde a una estructura, que como los pabellones es independiente del lugar, estas piezas de metal y vidrio, se posan sobre las vías del tren. Es un espacio interiorizado, en el cual la percepción desde el exterior no importa. Es un objeto hoy conocido, pero que en su momento representa cierto grado de abstracción. Propone una arquitectura ‘fea’ que prescinde del ornamento, y que la sociedad sólo acepta por su carácter funcional. Estos edificios se ocultan tras la pieza de viajeros, tras tapias, y construyen la transición entre lo móvil y lo estático», explica Aróstegui.

Pero más allá de su identidad y visión arquitectónica, las estaciones constituyen el núcleo vital de la vida ferroviaria, con espacios públicos y reservados a los trabajadores de la compañía, donde se pueden entremezclar decenas de empleados, cientos de viajeros y pequeños grupos de viandantes que utilizan estos lugares para su esparcimiento. Tal mezcolanza propicia un universo ordenado y caótico a la vez, según el papel que desempeñan unos y otros. Concebidos como espacios clave dentro del sistema de transporte ferroviario, se atienden las necesidades propias del viajero y de las personas que acuden a su encuentro y satisfacen las exigencias que requieren los distintos oficios que allí se desarrollan. En muchos casos, estos edificios se convierten en el nuevo ágora ciudadano, sobre todo cuando la monumentalidad y el movimiento resultan favorables.

La presencia de personal ajeno al servicio o el pasaje lleva a las concesionarias a establecer condiciones muy estrictas para el acceso al recinto ferroviario, de tal forma que «cocheros, zagales y corredores de huéspedes» se ven obligados a permanecer fuera de las dependencias ferroviarias, a la espera de los viajeros. Las compañías se escudan para ello en que se debe garantizar el orden del servicio de los carruaje, de tal forma que hay reglamentos donde se conmina expresamente a estos a que «por ningún motivo ni pretexto puedan abandonar los pescantes de sus respectivos carruajes», obligación evidentemente penosa bajo el sol de agosto o los fríos de enero.

«La estación se agranda, se hunde, se funde con las máquinas, hasta formar parte de su propia naturaleza. Los recorridos del tren ya no son únicamente tangentes al edificio, son consecutivos, transversales. Los hombres y las máquinas se unen en un sólo espacio. El edificio supera el concepto de tipo, esquema función-forma, para introducirnos en la megaestructura», concluye Mayoral Campa. Los trenes salen y llegan, muchas veces, fuera del horario establecido. El vapor de las locomotoras, los silbidos de las máquinas, el humo concentrado en las marquesinas, los transeúntes apresurados, los ferroviarios atareados en una y mil operaciones forman un conjunto armónico, que se repite mecánicamente de un día para otro, como si de una coreografía ensayada se tratara.

En las atestadas estaciones, el ir y venir de los viajeros provoca una agitación constante. Entre todos los trabajadores ferroviarios que pululan por el vestíbulo, destacan los mozos o maleteros, que bien llevan atestados carros con maletas, bien esperan a los posibles viajeros para trasladar sus equipajes camino del tren o hacia la salida en busca de otro transporte. Solícitos como nadie a la búsqueda del cliente, ofrecen su mano de obra con la sonrisa en los labios y la gorra sempiterna calada sobre las cejas. No importa la edad para el uso del calificativo laboral. Son por lo general hombres rudos, experimentados en el trato con el cliente; zalameros y con mucha picaresca e ironía. Buscan la señal del cargado viajero para aliviarle de su pesadilla.

Normalmente son trabajadores que están al margen de cualquier contrato laboral con las concesionarias. Pero el jefe de estación y la Guardia Civil o la Policía saben perfectamente quién es cada cual. Vestidos con un largo blusón llegan incluso a portar al hombro fardos de cuerda para hacer aún más evidente el oficio. El servicio casi se hacea la carrera, porque deben intentar hacer el máximo de portes en cuanto el tren pare en la estación. Y, hasta que otro convoy haga su entrada, permanecen en corrillos contando historias o bebiendo en la cantina. Como todo trabajo que, en apariencia, sólo precisa de la fuerza física es menospreciado y reservado a las capas sociales más bajas.

Esta tarea menor resulta, sin embargo, importante para garantizar una mayor comodidad de los viajeros, especialmente de aquellos que se adentran en las estaciones con numerosos bultos, grande baúles a modo de equipajes en aquellos primeros tiempos del ferrocarril o pesados fardos que no se han facturado como mercancías. Y pese a que la labor tiene el reconocimiento de la clientela, las compañías remolonean a la hora de incluir a estos empleados en su estructura regular; apenas hay constancia de su presencia en los registros de las concesionarias. En la mayor parte de los casos, asumen este trabajo por su cuenta y riesgo. Algunos de estos trabajadores salen del antiguo gremio de ‘mozos de cuerda’, el personal que desarrolla tareas de transporte de grandes bultos (semejantes a los empleados de mudanza de hoy en día) bien de particulares o de empresas, para lo que portan enormes sogas, lo que da origen a su denominación.

La ausencia de documentos que den noticia de sus uniformes obliga a recurrir al material gráfico existente, recuerda Miguel Muñoz, exdirector del Museo del Ferrocarril de Madrid. Durante los años centrales de siglo XX se les ve con una blusa de color agrisado, por todo uniforme, que complementan con gorra de plato, en la que se sobrepone en la nesga (pieza de tela triangular que se agrega a una prenda de ropa para darle vuelo o la anchura que necesita) una chapa con un número identificador, aunque por lo que general este suele ir sobre la vestimenta. En años posteriores la única novedad consiste en la sustitución de la blusa por un mono de dos piezas (chaqueta y pantalón) de igual color, aunque es posible observar diferentes atavíos y colores, generalmente el azul marino, como refiere Muñoz, gran conocedor del mundo ferroviario y autor de una profusa colección de libros sobre la materia.

Este oficio ferroviario incluso se retrata con cierto cariño y añoranza en algunas películas del cine español de los sesenta y setenta. El gran maestro de periodistas Antonio Burgos también escribe sobre ellos, en julio de 2004 en la revista Hola «¡Qué tiempos aquellos de nuestros padres, en que en las estaciones había maleteros! Unos maleteros de Renfe, propios o asociados, uniformados con unos blusones como de vendedores de queso de la Mancha o miel de la Alcarria, pero en ferroviario azul marino, con una breve gorra de plato con visera de hule de las que llamaban rusas, en la que llevaban bordado el nombre de su digno oficio: «Mozo de equipajes». Y con unos vehículos de mano que daba gloria verlos: ya grandes carros de cuatro ruedas donde cabía entero el equipaje de la compañía de doña Concha Piquer, incluidos todos sus famosos baúles; ya utilísimas carretillas de dos ruedas, en las que amontonaban las maletas y bultos con singular destreza, en pirámides de equipajes que llevaban con profesionalidad, destreza y maestría. Cada vez que llegamos a una estación o a un aeropuerto, ¡cómo echamos de menos a los maleteros! Para los que aún estamos en edad de carga y descarga es solamente un problema de comodidad, pero para las personas mayores no es un problema: ¡es que como no vayan acompañadas no pueden viajar solas! Porque ya no tienen fuerzas para bregar con las maletas, vagón arriba y vagón abajo, o de la cinta transportadora de los aeropuertos al carrito, y del carrito al taxi». Una descripción simpática y nostálgica.

(Imagen colección Vicente Garrido. Cortesía Fototeca. Archivo Histórico Ferroviario. Museo del Ferrocarril de Madrid. Mozos de equipaje de la estación madrileña Príncipe Pío)

(Fuentes. Borja Aróstegui Chapa. «Auge y abandono de las grandes estaciones europeas y su transformación con la llegada de la alta velocidad». Esther Mayoral Campa, en «Estaciones de ferrocarril, arquitecturas de síntesis». Pedro Navascués e Inmaculada Aguilar, en «Introducción a la Arquitectura de las Estaciones en España». Miguel Muñoz, en «Historia y evolución del uniforme ferroviario». Revista Hola).

Chamartín se prepara para su nueva imagen

El Ministerio de Fomento convocará este año un concurso de ideas para remodelar la estación de Chamartín y convertirla en un gran nodo de comunicaciones que acompañe al centro de actividad económica y residencial proyectado en el plan Madrid Nuevo Norte, que sustituye a la antigua Operación Chamartín. Este el proyecto urbanístico es el más ambicioso de la capital, que afecta a una superficie total de más de 2,3 millones de metros cuadrados pendientes de urbanizar desde hace 25 años. Según informa el Ministerio, el contrato incluye también la reforma del vestíbulo de cercanías bajo la cabecera norte, actualmente clausurado, y su conexión con el Metro.

Esta actuación, que se incluye en las inversiones previstas para la mejora de la red de Cercanías de Madrid, permitirá aumentar la capacidad y mejorar la fiabilidad de la infraestructura con la nueva disposición de vías y aparatos, así como incrementar la velocidad de circulación de los trenes, gracias a la reconfiguración de la gestión y explotación de los servicios de cercanías. Supondrá un mejor servicio para más de 700 circulaciones en día laborable y unos 120.000 viajeros diarios, según Fomento.

El pasado mes de marzo Adif ya licitó, por un importe global de 7,14 millones de euros los contratos para la fabricación, suministro y transporte de traviesas, balasto y carril destinados a esta obra, con el fin de tener parte de los materiales disponibles antes del inicio de los trabajos y optimizar los plazos. En mayo, licitó por importe de 9,96 millones el contrato para el suministro y transporte de los desvíos ferroviarios necesarios para estas obras.

Fomento explicó que desde la inauguración de la estación de Madrid Chamartín, la tipología de los tráficos ha cambiado notablemente y ahora el servicio de Cercanías es el dominante frente a los de media y larga distancia. Sin embargo, la playa de vías de la cabecera norte sigue manteniendo su configuración original pero esta genera problemas de falta de capacidad de la infraestructura por las interferencias que se producen en los encaminamientos de los trenes, lo que genera importantes retrasos, y genera circulaciones a muy baja velocidad (30 kilómetros por hora) en secciones muy largas de los itinerarios principales, lo que dilata los trayectos y genera una percepción negativa del servicio.

Además, con esta configuración de vías no podría atenderse adecuadamente el previsible crecimiento de la demanda, ya que no permite ofertar servicios en algunas relaciones y sería complicado aumentar las frecuencias en los servicios existentes. Con el objetivo de solucionar estos problemas se ha licitado este contrato, que tiene una duración prevista de 50 meses e incluye todos los trabajos de construcción y obra civil necesarios para remodelar la cabecera norte, minimizando las interferencias entre las distintas líneas al establecer cruces a distinto nivel entre los encaminamientos principales. Además, se reducirán al mínimo los pasos por vía desviada, donde la velocidad de los trenes es menor, y se reducirán los tiempos de viaje.

El antiguo vestíbulo de la estación de Chamartín, situado bajo su playa de vías, que ocupa una superficie de 94 metros de largo por 18 de ancho, y fue clausurado hace más de 30 años, volverá a abrirse al público gracias a las obras que Fomento acaba de licitar y que llevará adelante el Administrador de Infraestructuras Ferroviarias, Adif. Esos túneles se pensaron primero para el servicio de la propia estación pero terminaron siendo parte del paso subterráneo para vehículos entre el este y el oeste, el famoso túnel de Pío XII, que en 2007 se amplió con un nuevo túnel sur que pasa junto a la zona que ahora se quiere recuperar.

Adif explica que el vestíbulo que ahora se va a rescatar se construyó paralelamente a la estación actual, y entró en servicio en junio de 1977. Tenía accesos directos tanto a los andenes como al exterior de la estación, y disponía de servicio de venta de billetes y puesto de información al viajero, un bar y un estanco. Estuvo funcionando hasta mediados de los 80, pero desde entonces quedó clausurado y sin uso.

Las distintas actuaciones posibilitarán la adecuación entre la oferta de servicios y la demanda, el aumento de la velocidad de circulación, un futuro crecimiento de tráficos o una adaptación de la estación al aumento de viajeros, entre otros beneficios.

El vestíbulo de la estación de Canfranc podría albergar un centro cultural

La crisis golpea fuerte. Y el ferrocarril en su conjunto sufre las consencuencias, como otros sectores, de la penuria económica. No hay sitio para planes y proyectos concebidos en estos últimos meses. Y menos aún para los sueños. El hotel de lujo que algunos proyectaban en la estación internacional de Canfranc queda postergado sine die. El plan vuelve al cajón. Así loha anunciado el consejero aragonés de Obras Públicas, Alfonso Vicente, que descarta por completo convertir en estos momentos en un hotel de lujo la terminal aragonesa. Sin embargo, el Gobierno quiere hacer algo, cuanto antes, en este magnífico espacio que poco a poco se ve carcomido por la ruina. Desde Aragón se plantea ahora la creación de un espacio cultural y de eventos en el vestíbulo. Y se habla de un presupuesto cercano a los tres millones de euros. ¿Otra quimera?

Declarada Bien de Interés Cultural en 2002 en la categoría de monumento, los planes para la estación de Canfranc vienen y van, con la misma rapidez, y se sustituyen sin que niguno llegue a cuajar. Alfonso Vicente precisa, sin embargo, que la recuperación de la estación siempre ha estado vinculada al aprovechamiento urbanístico de los terrenos adyacentes. La situación económica hace inviable ese modelo de financiación y es necesario establecer una nueva fórmula de actuación que permita garantizar la pervivencia de un elemento tan emblemático para la Comunidad, en la que ya trabajan las administraciones autonómica y central. El consejero apunta que hasta ahora, en dos fases de obras, se han invertido 10,8 millones de euros. Esto sirve tan solo para evitar que la estación acabe en ruina, el objetivo fundamental de este presupuesto que debía dar pie a convertirla en un hotel de cinco estrellas, como estaba previsto en una tercera fase, con un plazo ejecución de dos años y un coste de 14 millones.

La comunidad tiene en fase de redacción la separata para poder crear en el vestíbulo central de la estación un espacio cultural, algo que ya conocen el Ayuntamiento de Canfranc y el Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (Adif), que aún no ha transmitido al Gobierno de Aragón la titularidad del edificio. Además se estudia, aún de forma «embrionaria», alguna actuación en el entorno, con una especial relación con el urbanismo, para hacer aún más atractiva la zona.

Sin embargo, desde la oposición se considera que la recuperación de esta estación es un «fracaso» no por la crisis, sino por la actitud «caciquil» en la adjudicación del proyecto, que fue recurrida por un equipo de arquitectos y el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en 2005, le dio la razón. A pesar de que aún no habían comenzado las obras, el Gobierno de Aragón prefirió pagar una indemnización de 65.000 euros y seguir adelante con el proyecto seleccionado, que llevaba la firma del arquitecto José Manuel Pérez Latorre, lo que en opinión del PP evidencia la forma de entender la Administración pública del Ejecutivo autonómico.

Por su parte, el CHA Bizén cree que la rehabilitación de la estación va camino de convertirse en un nuevo Teatro Fleta o Espacio Goya, ejemplos de la mala gestión del Gobierno de Aragón, al tiempo que critica que no se haya invertido cuando debió hacerse, «en época de vacas gordas», entre 2001 y 2006, porque eso supondría que ya se estaría empezando a rentabilizar la inversión.

Tampoco el proceso se ve con buenos ojos desde IU, quien subraya que todos los proyectos vinculados a desarrollos urbanísticos están «condenados al fracaso» como ya advirtió este grupo quien asegura que no es «serio» que con la excusa de la crisis se plantee hacer «algo» que se parezca a un equipamiento cultural en el vestíbulo.

Por su parte, desde el Gobierno se insiste en que al menos tienen en cuenta la situación de Canfranc, olvidada por otros ejecutivos, al tiempo que recuerda que, de momento, se ha logrado salvar la instalación, que era lo primordial.

(Imagen Ayuntamiento de Canfranc)