50 años de la tragedia de Urduliz


«Habían pasado las siete y cuarto de la tarde. La vía única que une la línea férrea entre Urduliz y Plencia (sic) no tenía tráfico. Un tren vacío sale de la primera de las estaciones; va a reforzar el servicio de viajeros ante la masiva demanda de plazas. A dos kilómetros de la estación de origen, en una curva cerrada, colisiona de frente con el convoy procedente de Plencia y con destino a Bilbao. El lugar exacto del siniestro se encuentra a unos dos kilómetros de la estación de Urduliz, y a algo más de un kilómetro de la de Plencia, situado en el barrio de Learras. El jefe de estación de Urduliz, nada más dar la salida al tren vacío, trató de evitar la colisión dando cuenta del fallo a la estación central para que cortara la energía elécrtica, pero todo fue inútil, ya que no hubo tiempo para ello. Los dos primeros coches de cada uno de los trenes quedaron empotrados entre sí, hasta los ejes delanteros. Muchos de los viajeros salieron despedidos y otros quedaron aprisionados entre las ventanillas, cristales y armazón metálico de los vehículos».

El párrafo precedente es la narración textual que hace la Prensa sobre el terrible accidente que tiene lugar el 9 de agosto de 1970, fecha marcada en negro en el calendario de Bizkaia. Ese día tiene lugar el siniestro más grave ocurrido en el ferrocarril vasco, que se cobra la vida de 33 personas y deja un reguero de más de 160 heridos, 29 de gravedad. Cuando se cumplen 50 años de esa tragedia, aún hay quien recuerda, como si fuera ayer, lo vivido aquel triste día. La huella permanece aún imborrable. El convoy que sale de Plentzia está formado por el MB-105, RB-105, RAB-105, RCB-105, mientras que el naval de Urduliz es el MTU-8, ABTU-8, RTU-8.

La investigación del accidente es rápida y contundente; las autoridades aseguran que el siniestro se debe a «un fallo humano inexplicable», y echa toda la responsabilidad sobre el jefe de la estación de Urduliz. No importa que sea público y notorio, como lo atestiguan los testimonios de la Prensa, que el empleado de los Ferrocarriles Suburbanos de Bilbao lleve cuatro días con turnos de 16 horas, desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche. Debe atender la taquilla, el tráfico de trenes y realizar otras labores, como el levantamiento de las barreras y el cambio de las agujas, por la ausencia del ayudante. «El fallo fue humano. El panel que hay en todas las estaciones marcaba perfectamente que un tren ocupaba la vía, qué dirección llevaba y una luz roja prohibía la salida de otro tren», dice el presidente de la compañía a los periodistas. Los dos jefes de estación comparecen ante el Juzgado de Instrucción número 3 de Bilbao; el de Plentzia queda libre de inmediato, mientras el de Urduliz ingresa en la prisión de Basauri, a la espera de juicio. (Posteriormente pasa varios meses encarcelado)

El tren que venía de Plentzia iba abarrotado de viajeros que, en su mayor parte, habían pasado una larga jornada dominical en la playa o en el monte. Muchos habían decidido anticipar la vuelta porque la tarde amenazaba lluvia. Pocos minutos después de la salida, se produce el choque a unos 45 kilómetros por hora, en una zona de visibilidad reducida, por lo que ninguno de los maquinistas se percata de la presencia de la otra unidad con antelación. «Un ruido terrible, gritos, hierros por todos los lados, sangre y mucha confusión», relata una de las chicas que apenas sufre golpes y rasguños, pero que es consciente de que se salva de milagro. Muchos de los viajeros permanecen aprisionados entre un amasijo de hierro y madera; otros son lanzados hacia la maleza, sin saber muy bien cómo han podido llegar hasta allí; y hay quien puede abandonar el vehículo por sus propios medios. Algunos consiguen llegar por caminos que desconocen hasta un caserío o incluso a la estación de Urduliz. Están conmocionados y no pueden apenas explicar lo que han vivido. Las mantas solo sirven para cubrir a los cadáveres depositados junto a las vías.

El recordado fundador de la DYA, el doctor Usparicha, atiende con sus voluntarios a decenas de víctimas en el lugar del accidente, y también muchos vecinos de la zona acuden a auxiliar a los heridos, a los que tratan de sacar de entre un amasijo de hierros, madera, bolsas y todo tipo de enseres. Los bomberos se multiplican en las tareas de rescate; cortan los hierros que aprisionan a los viajeros, arrancan los pocos asientos que permanecen en su sitio, seccionan la carrocería y sacan, como pueden, a las desesperadas víctimas que son trasladas a las ambulancias que esperan a poca distancia. El ulular de sirenas y el destello de las luces es incesante. Y los gritos no paran; voces que intentan encontrar a sus seres queridos, a los que han perdido en una ceremonia de confusión espantosa, y múltiples quejidos que salen del interior de los destrozados vehículos. Mientras en Bilbao, cientos de personas acuden al hospital a donar su sangre, ante la llamada que se hace desde las emisoras de radio.

La noticia corre como la pólvora. Todo el mundo puede ponerse en la piel de quienes viajan en ese tren. Quien más quien menos utiliza el transporte de los Ferrocarriles Suburbanos para acudir a las playas de Uribe Kosta, así que no es difícil adivinar cómo pueden estar los viajeros que vuelven de la playa. Pero la imaginación, es incapaz de llegar a describir el drama que viven los heridos y los supervivientes y el caos con el que se desarrollan las tareas de rescate y auxilio. El mismo Usparicha reconoce más tarde que la confusión en la zona reina durante muchos momentos, porque no hay nadie que dirija con precisión la tarea. Llegan trenes de socorro (hasta las tres de la mañana es constante el movimiento de vehículos en las vías), que llevan equipos técnicos y humanos

En muchos hogares comienza a cundir el pánico. Sabedores de lo que cuesta el regreso de la playa en un domingo de verano (no existen los móviles como ahora y los teléfonos públicos son escasos), no quieren alarmarse ante la falta de noticias de sus allegados. Muchos respiran aliviados cuando siente el ruido de la cerradura; otros explotan en gritos y llantos cuando comprueban que la tragedia les ha tocado, y uno de sus seres queridos acaba su existencia víctima del choque del tren.

Urduliz siente el peso de la muerte. Los fallecidos son trasladados desde el lugar del accidente a la estación, porque alguien decide que es la mejor forma de agruparlos y poder juntar los miembros cercenados y mutilados, antes de enviarlos al depósito de Basurto para su posterior identificación. Un sacerdote bendice la llegada de cada camilla y entona una oración que siguen cuantos allí permanecen congregados, acongojados y angustiados ante el imparable desfile mortuorio. Hay unos cuantos funcionarios que apuntan cuidadosamente en unas libretas detalles que ayuden a la posterior identificación de los cuerpos, en su mayor parte jóvenes que horas antes reían felices, desconocedores de su trágica suerte. Bolsos, prendas de vestir, toallas, bolsas recogidos en el lugar de la catástrofe se van amontonando también en las dependencias ferroviarias.

Una chica aparece de pronto en la estación. Busca a una amiga que viaja con ella en el fatídico tren. Despeinada, con el vestido roto, el rostro desencajado y unas cuantas magulladuras, llora amargamente y no para de repetir una retahíla de palabras incomprensibles. Las pocas frases que llegan a entenderse resultan incoherentes; nerviosa y muy excitada, al borde de la desesperación, y en un esfuerzo por hacerse comprender, vocaliza, por fin, un enunciado inteligible: «¡no me dejan verla!» Las escenas de dolor se repiten; las lágrimas surcan los rostros angustiados y la tristeza contamina el ambiente y a cuantos consiguen penetrar el cordón policial. La noche se hace muy muy larga.

«El primer cuerpo en ser destapado es de una chica; imposible describir su rostro. Le falta un brazo y ha perdido sus zapatos. Es joven, representa unos 18 años, con falda blanca y jersey negro. No lleva documentación encima. Es pelirroja y en el bolsillo le encuentran dos billetes de tren, seguramente el de su hermano, que está muy cerca de ella y se le parece enormemente (…)», narra el periódico.

En los hospitales se viven momentos inolvidables. «He recorrido ochenta kilómetros para dar mi sangre. Como a mí, se le han pedido a muchos. O me extraen la sangre o lo hago yo mismo», clama un voluntario. La enfermera también comenta al periodista su impresión. «A lo largo de mi vida profesional, le juro a ustedes que no he visto una escena de tanto calor humano. Tan impresionante que perdí la noción de mi oficio. Ni pregunté su nombre, ni su profesión. Diré lisa y llanamente que era un hombre; pero un hombre de cuerpo entero».

El suceso tarda en olvidarse durante mucho tiempo. Tras abandonar la prisión de Basauri, el jefe de la estación de Urduliz, Juan Abando Amechuzarra, que lleva 29 años en la compañía, acude a uno de esos hospitales a ver a los heridos. El hombre está roto. «He estado mucho tiempo en la enfermería. Durante bastantes días no podía comer nada. No podía dormir, sometido a tratamiento médico durante todo el tiempo», relata al periodista que consigue entrevistarle. «Lo de Urduliz es algo que no podré olvidar jamás«, dice completamente abatido. Poco tiempo después fallece. «El accidente le mató también a él. Murió de la pena, del disgusto», declaran personas de su entorno.

Y es que tragedias como las de Urduliz es imposible ignorar; no por el morbo que puedan despertar, sino porque los recuerdos sirven de homenaje a cuantos sufrieron la pérdida de sus seres queridos. Solo por ello, es conveniente que no arrinconemos la historia, por muy triste que sea resucitarla.

(Imagen cedida por El Correo)

Una respuesta a “50 años de la tragedia de Urduliz

  1. Ana Ruiz Diaz de Durana

    Siempre cogíamos el primer vagón para ir a la playa a la ida y a la vuelta, y aquel día mi hermana se puso con gripe y no fuimos nadie a Plencia, cuando oímos lo que pasó nos quedamos perplejos y aquel día salvamos la vida los 5 mi padre mi madre y nosotras tres hermanas, mi hermano estaba con sus amigos y no venía ya con nosotros, pero creo que el jefe de la estacion no tuvo culpa ninguna, la culpa los de más arriba que se limpiaron las manos, no se puede tener a un trabajador 16 horas seguidas trabajando, pobre hombre murió de pena, bastante pagó lo que hizo. Para mi un INOCENTE.

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