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Estaciones singulares: Canfranc

Casi aislada y perdida en la inmensidad del paisaje pirenaico, pegada a la inmensa mole que separa España de Francia, la estación de Canfranc parece un palacio de cuento, mucho más aún cuando la nieve disfraza de blanco la cubierta de pizarra de la terminal. Aunque proyectada a finales del siglo XIX, la obra sólo puede iniciarse en los años veinte, tras el acuerdo de los dos países y las respectivas compañías de trenes, según los planos del ingeniero alicantino Ramírez de Dampierre. Pero a su muerte, el proyecto queda en manos de Obras y Construcciones Hormaeche, una constructora bilbaína, propiedad de Domingo Hormaeche, que en aquellos primeros años de siglo ya es un claro referente en la construcción de infraestructuras ferroviarias.

El elegante edificio pirenaico, entre modernista y artdecó, aparece como por arte de magia en medio de la nada, sorprendiendo al viandante que nunca se espera encontrar tamañana construcción en los duros parajes pirenaicos. La muralla infranqueable (Labordeta define y canta «polvo, niebla, viento y sol, y al Norte los Pirineos») deja al descubierto una gran obra de arte (hoy en un pleno proceso de rehabilitación ttras años de semiabandono), una verdadera exageración para la vista y una proeza harto elogiada en cientos de escritos. De ahí lo de bilbainada, adjetivo que la Real Academia de la Lengua no reconoce, pero que en el acervo popular viene a significar una hombrada de la que se habla con excesivo énfasis.

La construcción del ferrocarril de Canfranc no deja de ser una gesta que, con interrupciones y retrasos, se alarga durante 75 años. Dimes y diretes entre políticos de España y Francia impeden una y otra vez abordar el proyecto. Una vez que las máquinas logran horadar la mole pirenaica y abrir un túnel (Somport) para comunicar a los habitantes de los dos países, la estación se hace carne. “Es un esplendoroso edificio bañado de diversas influencias arquitectónicas que se concibe como gran escaparate de España ante los visitantes extranjeros”, reza en su leyenda el Ayuntamiento local. No hay lugar para la duda. De un gran valor iconográfico, es la obra más representativa de un ambicioso proyecto ferroviario en el que, además, de la obligada mano local exige el concurso y la leva de cientos de trabajadores vizcaínos. Vista desde el exterior, y sin el sufrimiento que causa el aislamiento de aquellas tierras, la espera merece la pena.

Las compañías Midi Francés y Norte de España presentan el proyecto de la estación internacional entre 1909-1910, aunque no se empieza a construir hasta 1915, cuando ambos lados quedan comunicados a través del túnel de Somport; y no se finaliza hasta 1925. Desde el punto de vista arquitectónico, consta de un edificio principal (241 metros de longitud), varios muelles para trasbordo de mercancías, y el depósito de máquinas. En su construcción se utilizan diferentes materiales como el cristal, el hormigón armado y el hierro, habituales en la arquitectura industrial de la época. El edificio está formado por siete piezas totalmente independientes que se conforman a partir del edificio central de viajeros que, con su llamativa cúpula, marca el eje del conjunto.

Ramírez Dampierre, que pacientemente espera durante varios lustros el permiso de obra, no va a ver culminado su proyecto inmortal. Su prematura muerte en mitad de los trabajos provoca la entrada en escena de los gestores de Obras y Construcciones Hormaeche. Y su primera decisión es decisiva para la durabilidad del edificio (aunque técnicamente sea peor que el plan original). Consiguen que el Ministerio de la Guerra, de quien dependen los permisos de ingeniería, les autorice a introducir el hormigón armado para la construcción de los cuerpos que solo están dibujados en el plano. La autorización llega con un curioso argumento para su concesión. “En caso de demolición, los escombros ocuparán menos espacio”.

El complejo ferroviario es durante muchos años el más monumental del país, aunque la leyenda le sitúa ya por entonces como la segunda estación de ferrocarril más grande de Europa, solo superada por la de Leipzig. Otra de las exageraciones que convierten en axioma lo que no pasa de ser un mero bulo (en lenguaje moderno, una ‘fake news’). Un verdadero palacio con tejados de pizarra, escaleras de mármol y apliques artdecó. Su construcción exige diez años de obras y obliga a modelar la ladera del monte con muros de contención y 2,5 millones de árboles, en su mayoría pinos silvestres, para frenar la erosión y evitar así el riesgo de derrumbes y avalanchas de nieve. Sus cifras resultan mareantes: 245 metros de longitud, 300 ventanas, 150 puertas…

“Las estaciones fueron el gran acontecimiento del siglo XIX, como ahora lo son los aeropuertos. Apenas existían modelos. Y son los ingenieros quienes tienen que trabajar sobre estos edificios por primera vez, pues a ellos se les encomienda su construccion; y tenían que hacer arquitectura”. José Manuel Pérez Latorre, arquitecto aragonés que trabaja en un proyecto de remodelación de Canfranc y estudia durante tres años la documentación de la obra, sostiene la valentía de la firma vasca para cambiar el proyecto original.

El mérito de tan magna obra tiene nombre y apellido. El proyecto sale de la mano de Ramírez Dampierre, pero la ejecución es obra indiscutible de la bilbaína empresa Obras y Construcciones, que en el primer tercio de siglo se convierte en algo similar a lo que hoy en día sería Ferrovial, OHL, FCC, Acciona o ACS. Dicen que todas las comparaciones son odiosas, pero el propietario de la constructora esa, por ejemplo, un equivalente al Florentino Pérez de nuestros días, Esther Koplovich, Villar Mir, José Manuel Entrecanales o Rafael del Pino. Elijan el personaje. Sin embargo, Domingo Hormaeche es un perfecto desconocido; tanto fuera como en su propia tierra. Aunque juega un papel casi trascendental en la construccción civil de los años veinte y treinta. Su empresa se adjudica los trabajos más importantes de infraestructura ferroviaria, en especial, las obras de los metropolitanos de Madrid y Barcelona.

Vinculado a Bilbao desde su laboriosa adolescencia, Domingo Hormaeche nace en 1880 Lezama (Bizkaia) donde sus padres responden del cuidado de las fincas de una de las oligárquicas familias de Neguri, los Lezama-Leguizamón. “Pero a él el campo no le decía nada y prefirió acompañar a uno de sus tíos que tenía un taller de albañilería y se dedicaba a los trabajos de construcción poco después de cumplir los 12 años”, evoca Javier Elorza, biznieto de este emprendedor empresario. El rastro de su negocio apenas está documentado, salvo por las austeras referencias del BOE en la adjudicación de contratos y obras de variada configuración y en algunos crípticos párrafos de la Revista de Obras Públicas. Poco más.

Ni tan siquiera su familia conserva papeles de la época de este empresario autodidacta que, con el sueldo que gana con su tío en unas obras en Castro Urdiales, contrata a un profesor particular para mejorar su escasa formación académica. Al tiempo, prosigue con su aprendizaje como cantero en la capilla del cementerio de Derio y trajina en la construcción del palacio de la Diputación Foral de Bizkaia, donde está a punto de perder la vida, al resbalar en un tablón desde el que se accede al vecino edificio de Arbieto.

Con los conocimientos adquiridos junto a su tío, Domingo Hormaeche acaba en 1917 por fundar su propia empresa (Obras y Construcciones) con un capital social ligeramente superior a los dos millones de pesetas de la época. Y los encargos no paran de lloverle. Sólo en la capital vízcaina, la firma Hormaeche se encarga de la cimentación de las obras del Hotel Carlton, el Depósito Franco, el ensanche de muelles en Uribitarte y Campo Volantín, al igual que la ampliación del encauzamiento de la ría o el chalé de los Mac-Mahón. Sin embargo, es en la década de los 30 cuando se conforma su sociedad con el gran arquitecto Manuel Galíndez, que fructifica de forma significativa. El edificio de Aurora Polar, el de La Equitativa y, sobre todo, la ‘Casa Hormaeche’ (sita en Alameda de Urquijo con Padre Lojendio) son sus mejores aportaciones al patrimonio cultural de la capital vizvaína. Esta última edificación marca un antes y un después en la construccion de edificios, donde se combina por primera vez las viviendas con los espacios dedicados a oficinas.

La relación de Hormaeche con el acaudalado mundo de Neguri es también muy reveladora. Los patricios de las familias oligárquicas vascas llegan hasta la sociedad del empresario vizcaíno y forman parte de su accionariado. En sólo una década, es habitual toparse en puestos claves de la firma con los nombres de Luis Beraza, Venancio Echevarría Carega, Francisco Horn y Areilza, Miguel Eskoriaza y Echave, Guillermo Ibáñez, Cándido Ostolaza, Juan Uranga, Santiago Inneraity o Valentín Ruiz Senen. La excelente relación que mantiene con los linajes de Neguri acaba por abrirle la puerta a decenas de concursos de obras por toda España. Obras y Construcciones Hormaeche participa de forma activa en los trabajos del ferrocarril y minas de Burgos y el adoquinado de la ciudad castellana; el Puerto de Orio; la estación de Canfranc y su foso de locomotoras: los cuarteles de Jaca y San Sebastián y el puente de Santa Catalina de la capital donostiarra; la Azucarera Leopoldo en Miranda; el Laboratorio Central de Sanidad Militar; el Hospital Militar de Carabanchel; el Muelle Delicias en Sevilla; la albañilería de la Casa de la Prensa de Madrid; varias de las oficinas de la Compañía Telefónica Nacional de España; firmes de carreteras de varias provincias; el Directo ferrovario Burgos-Madrid o el pantano de Alarzón. Éstas están al menos documentadas; pero hay más.

Pero es la Línea 1 del metro de Madrid, que el rey Alfonso XIII inaugura el 17 de octubre de 1919, la que quizá le catapulta a otros contratos. La empresa de Hormaeche construye el trayecto Cuatro Caminos-Sol, con 8 estaciones y 3,48 kilómetros de recorrido. El monarca le saluda efusivamente durante la ceremonia de apertura y él comete el error de tratarle de usted. Y su gran fracaso, el metropolitano de Barcelona. Una huelga salvaje y el conflicto con los trabajadores en 1924 provoca la ruptura del contrato y que la CNT le declare “enemigo de los obreros”.

Quién sabe si a raíz de este incidente, el empresario vizcaíno cambia de estrategia y decide apostar por el diálogo y el pacto con los sindicatos y mantener largas conversaciones con Indalecio Prieto para evitar los conflictos laborales. “Mientras otras empresas sufren el boicot de los trabajadores, Hormaeche sigue haciéndose con los mejores contratos del país”, asegura su biznieto Javier Elorza. La muerte le sorprende en octubre de 1934. Su empresa sigue adelante, aunque su hijo Antonio, un ingeniero de la misma promoción que Pilar Careaga, marca ciertas distancias con la firma, como su padre le había pedido. Y la guerra acaba por borrar, casi de un plumazo, el esplendor del negocio, otrora bollante (en 1929 los activos eran de 27 millones de pesetas). Las tropas republicanas acaban casi por destruir su patrimonio, y los vencedores sospechan de la desafección de la familia al régimen, y acaban por incautarse parte de la casa familiar, salvo la que ocupa su viuda. La suerte de la empresa Hormaeche no es sino el reflejo de lo que la contienda civil acaba por deshacer en la sociedad española. Nuestro Miguel Unamuno define con certeza y rotundidas este episodio que marca la vida y el devenir de millones de personas. “Entre los unos y los otros —o mejor los hunos y los hotros (sic)— están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España”.

El gran edificio de pasajeros sobresale por su tamaño y su tejado curvo de pizarra a cuatro aguas. Destaca la forma peraltada de la cubierta central sobre el gran vestíbulo, donde se emplazan las taquillas y el puesto de cambio de moneda; y las de los cuerpos extremos, donde se encuentran las oficinas de ambas operadoras, el puesto aduanero de ambos países, comisaría de Policía, correos, telégrafo público, cantina, restaurante y un hotel internacional. Todos los habitáculos tienen letreros bilingües. Dispone también de playas de vías de ancho europeo a un lado (1435 milímetros) y español al otro (1668 milimetros). Un auténtico alarde técnico y arquitectónico, varado en el tiempo y el olvido como los viejos buques tras singladuras kilométricas cuando esperan abandonados el desguace. Varios muelles para trasbordo de mercancías y el depósito de máquinas completan el complejo. En su construcción se utilizan materiales como el cristal, el hormigón armado y el hierro, habituales en la arquitectura industrial de la época. Marca el eje del conjunto una llamativa cúpula que corona el edicio central.

La frialdad de las paredes, ahora desprovistas del artesonado que adornaba y enriquecía la terminal internacional, mantiene, sin embargo, el magnetismo que atraía a los viajeros hacia las salas de espera, ensimismados en la pura contemplación de este diamante tallado con esmero que ni el tiempo logra destruir. Ahora vacía y sin los elementos que la hacían viva, parece más bien un sarcófago rescatado de las profundidas del averno. Todo lo que ha perdido, puede volverse a recuperar; sólo es cuestión de dinero. En 2007 se realizan obras para consolidar la estructura y cubierta del edificio. Más adelante se restaura el vestíbulo, pero queda todo lo demás. Trabajos sobre fachadas, marquesinas, andadores perimetrales y todo el interior para usos hoteleros y hosteleros, marcan el nuevo proyecto de rehabilitación. El plan pretende convetir el viejo edficio en un espacio para usos de ocio, restauración y albergará un hotel de unas 100 habitaciones. El vestíbulo continuará siendo de uso público. La UTE que realiza los trabajos es la concesionaria de la explotación de este inmueble durante 69 años, aunque sigue perteneciendo al Gobierno de Aragón, que lo explotará a través de arrendamiento.

De forma paralela se continúan con los trabajos en la explanada exterior. Las obras para trasladar los usos ferroviarios al fondo de la explanada de Arañones comenzaron en 2018. La playa de vías para mercancías está terminada y siguen las obras de las destinadas a viajeros, y es que el objetivo sigue siendo la reapertura de la línea ferroviaria internacional. Desde 1970, el paso ferroviario de España a Francia por Canfranc permanece cerrado. La falta de mantenimiento provoca el deterioro de las instalaciones y, el 27 de marzo de ese año, el accidente de un tren francés de mercancías causa el hundimiento del puente de l’Estanguet, en el valle de Aspe, lo que aprovecha la SNCF (la operadora francesa) para suspender el tráfico internacional. Desde entonces, el servicio de viajeros se presta con autobús entre Olorón y Canfranc. ¿Es posible por fin recuperar la estación y abrir la vía hacia Francia?

El ministro de Transportes, Movilidad y Agencia Urbana, José Luis Abalos, tiene previsto acudir este sábado a Canfranc; por primera vez llega a la localidad oscense para conocer la estación. El ministro podrá ver el avance de las obras, que tiene prácticamente concluida la nueva estación ferroviaria de 1.000 metros cuadrados en un antiguo hangar de trasbordo y la rehabilitación del edificio histórico de hormigón que está muy adelantada (los nuevos cristales y la recuperación del exterior casi acacaba), facilita la llegada del ministro a la localidad del Pirineo. Este encuentro histórico puede servir al consejero de Vertebración del Territorio, Movilidad y Vivienda, José Luis Soro, para detallar al ministro José Luis Ábalos cómo va el cronograma previsto para la estación de Canfranc, presupuestado en 27 millones en un plazo de cuatro años desde que se puso en marcha en junio de 2018, y se detalle la puesta en marcha de la actuación del Ministerio de Transporte, Movilidad y Agencia en la línea ferroviaria de Huesca-Canfranc para la que quedan 70 millones presupuestados como gasto plurianual del anterior Gobierno del PP, que nunca se llegaron a gastar.

(El cuerpo de este texto forma parte de un reportaje publicado por mí en la web de El Correo de Bilbao el 31 de enero de 2013)

(Fuentes. Ezequiel Usón Guardiola, en «La estación internacional de Canfranc». Santiago Parra, Bernard Barrére, Jean Brenot, Alberto Sabio y J. Manuel Pérez Latorre, en «Canfranc, el mito». Ramón J. Campo, en «La estación espía». Santiago Parra de Más, en «El ferrocarril del Canfranc». Elaboración propia sobre Domingo Hormaeche y artículos periodísticos varios).

Las raíces vascas del metro de Alfonso XIII

La presencia vasca en Madrid nunca ha pasado desapercibida. Más bien al contrario. Si ya fue notable en los siglos precedentes, mayor aún si cabe lo ha sido en el siglo XX. Se hace notar en todos los campos de actividad: la banca, las finanzas y el comercio; la construcción, la arquitectura y la industria; el transporte; la política y la administración; el deporte; el teatro y el cine, la pintura y la música; la creación literaria; la universidad. Los vascos han sido, además, en Madrid promotores de importantes iniciativas, como el metro. Su impulsor Miguel Otamendi, de origen donostiarra, no solo inspira el suburbano de la capital de España, sino que lo proyecta y lo dirige. Pero en este primer tramo tienen una participación fundamental la firma bilbaína Hormaeche y Compañía, que se encarga de las obras en 1917, y el Banco de Vizcaya (con Enrique Ocharan, primero, y Venancio Echeverría y Cariaga, después), que financia parte de los trabajos.

No parece, por tanto, exagerado el llamativo elogio que el columnista de ‘Abc’ José María Salaverría suscribe en las páginas del rotativo de Torcuato Luca de Tena tras la puesta en servicio del metro madrileño en octubre de 1919. «Por fortuna está ahí el dinero del Norte, con los hombres del Norte. A pesar de sus pecados, el dinero de Bilbao es el que actualmente posee más aire moderno, más ejecución, más valentía, más espíritu expansivo. La vida bancaria de Madrid ha sufrido una real transformación a influjo del dinero bilbaíno. Y esa gente del Norte, que con americana rapidez, sencillamente, entrega a Madrid un Metropolitano, será la que, sin duda, ha de hacer las empresas y obras que a Madrid le faltan para convertirse en una de las primeras urbes del Mediodía europeo».

Con la construcción del metro, Madrid entra en la modernidad. Es la primera capital europea que, sin llegar a los seis dígitos en el padrón de habitantes (cuenta entonces solo con 600.000 almas), dedica un importante caudal al proyecto. El Banco de Vizcaya aporta 4 millones. Los accionistas tienen dificultades para reunir los otros seis necesarios para la empresa. El Rey demuestra su confianza en el proyecto y otorga credibilidad y confianza con su particular contribución: un millón. El 24 de enero de 1917 se forma la Compañía Metropolitano Alfonso XIII con un capital de 10 millones (equivalente hoy en día a 16,5 millones de euros). Los trabajos comienzan el 17 de julio.

«¡Quién no ha visto el rosario de tranvías detenidos a lo largo de las calles de Carretas, Hortaleza, Fuencarral y otras muchas, mientras el público aguarda pacientemente formando cola en las ‘paralelas’ de la Puerta del Sol! El pueblo de Madrid tiene derecho a que se satisfagan sus justas necesidades de trasladarse de uno a otro lado rápidamente con comodidad, y sabiendo el tiempo exacto que va a invertir en los recorridos, sin los imprevistos de paradas, cruces y atascos». Los ingenieros Antonio González Echarte, Carlos Mendoza y Miguel Otamendi justifican así su proyecto en la ‘Revista de Obras Públicas’ en enero de 1917. «En las grandes capitales del extranjero: París, Londres, Berlín, Viena y Nueva York, hace ya muchos años que se establecieron enormes redes metropolitanas, de gigantescas proporciones, a escala de las poblaciones que debían servir. Otras muchas ciudades de menor importancia (Budapest, Hamburgo, Buenos Aires, Glasgow, etc.) cuentan también, desde hace años, con redes metropolitanas exigidas por las dificultades del tránsito por la superficie de las calles, y poblaciones como Genova y Nápoles comenzaban a raíz de estallar la guerra europea a construir estos ferrocarriles».

El entusiasmo (interesado) de los técnicos no es contagioso. El Ayuntamiento y los madrileños ven las obras con frialdad y cierta apatía, cuando no hostilidad. El Consistorio pelea desde el primer momento para que la concesión revierta al municipio. Los vecinos bregan por mantener las calles libres de las obras. «Del Madrid de hoy puede decirse que es un conjunto de casas a medio derribar y a medio construir sobre un terreno revuelto por obras de pavimentación y subterráneas. Esto no es la capital de la nación y de la provincia; esto es el ‘frente madrileño’, que bien puede ponerse en competencia o ‘frente a frente’ con la tremenda línea de combate que va desde los Vosgos al mar del Norte». Juan Cualquiera, que así firma la crónica en ‘Abc’, describe la peculiar situación que vive la villa con las obras del suburbano.

No acaban ahí las puyas periodísticas. Otro cronista, que se identifica como Luque, arremete contra los trabajos que se realizan en los subterráneos de la capital en el rotativo fundado por Torcuato Luca de Tena, como si tratara de relatar una escena teatral. «El metropolitano es una obrita de gran espectáculo y de gran emoción; una cosa así como ‘El país de las bombas’. Subterráneos, chirridos siniestros en la noche, hundimientos de carros, inundaciones, defunciones de caballerías a la vista del público…Para el ‘moreno’ madrileño, amigo de sensaciones fuertes, es interesantísima; sobre todo cuando llega a un punto de la obra, a la glorieta de Bilbao, por ejemplo y le dicen: Debajo de usted han hecho el vacío. Y si además se hunde el pavimento y el espectador se da un golpe en el vacío, la emoción es inenarrable. Cuando en París se construía el metropolitano, todas las disseuses nerviosas cantaban cuplés alusivos, que invariablemente terminaban así: je suis le metropolitaine, tain, tain, tain. Pero aquí habrán de ser los actores cómicos los que saldrán a cantar cachazudamente este otro estribillo: Yo soy el metropolitano que va piano va lontano. Y no se moverán o andarán a tropezones».

Segundo de una célebre dinastía -dos serían arquitectos (Joaquín y Julián), otro ingeniero (José María)-, Miguel Otamendi (San Sebastián 1878- Madrid 1958) parece destinado al oficio técnico. En 1897 abandona la capital guipuzcoana con su familia y se instala en Madrid. Elige la carrera de Ingeniero de Caminos; se gradúa el primero de su promoción en 1901. Prosigue sus estudios en Lieja, en el Instituto Montefiore, el prestigioso centro al que acude un gran colectivo de vascos (de los tres más numerosos, junto a rusos y militares de marina, aparte de belgas).

Aunque profesor en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid, acude en 1904, junto con su colega Antonio González Echarte, como delegado del Gobierno a la Exposición Universal de Electricidad de San Luis (EE UU). «Tuvimos el honor de ser invitados a la inauguración del Metro neoyorkino, y viajé en el primer tren que cruzó, bajo tierra, la gran metrópoli yanque (sic), muy ajeno entonces a que iba a consagrarme de lleno a la construcción del primer ferrocarril metropolitano en España», explica algo más tarde en uno de sus numerosos escritos.

Otro ingeniero, Carlos Mendoza, insta a la pareja de técnicos a unirse al proyecto de construcción, en Madrid, de un ferrocarril subterráneo, con el fin de resolver los problemas del tranvía, que para 1910 ya mostraba síntomas de congestión. Otamendi redacta el proyecto y solicita el plácet al Ministerio de Fomento, que le otorga la concesión. A diferencia de otros proyectos anteriores, que no cuajan por distintos motivos, incluye elementos modernos: tracción eléctrica, cuatro líneas, doble vía, ancho internacional (1,45 metros) y uso exclusivamente urbano.

No solo proyecta el suburbano, sino que además convence a sus contemporáneos de que es un proyecto fundamental para el futuro de la capital de España. Otamendi demuestra la importancia de la unidad, de la integración en la concepción del plan metropolitano, y contribuye notablemente a resolver los problemas de saturación, al tiempo que contempla posibles futuras ampliaciones. En julio de 1917, al cercar el primer pozo de extracción de tierras en la Puerta del Sol, coloca en la valla una inscripción premonitoria: «Inauguracióm de la línea número 1 Norte-Sur, octubre 1919». No se equivocaría.

Aquel primer tramo, de Cuatro Caminos a la Plaza del Progreso inicialmente, sigue el recorrido de las calles de Santa Engracia, Luchana, Fuencarral y Montera, llega a la Puerta del Sol ciñéndose en su traza sensiblemente al eje de las citadas calles. Tiene una longitud de 3,48 kilómetros y ocho estaciones: Cuatro Caminos, Ríos Rosas, Glorieta de la Iglesia. Chamberí, Glorieta de Bilbao, Tribunal, Gran Vía y Puerta del Sol. La distancia media entre ellas es de 500 metros. La línea es de doble vía (de 1,445 metros de anchura, la misma que los tranvías), una pendiente máxima del 4% y con la curva mínima de radio de 90 metros. El túnel tiene dimensiones suficientes como para que circulen amplios coches (de 2,40 metros de anchura), con toma de corriente eléctrica por pantógrafo e hilo aéreo.

En cuanto a su profundidad, puede dividirse en dos partes perfectamente diferenciadas: la primera, desde Cuatro Caminos a Glorieta de Bilbao, va a pequeñísima profundidad y queda a tan solo 1 o 2 metros desde el trasdós de la bóveda hasta el pavimento de la calle; la segunda, Glorieta de Bilbao a Puerta del Sol, a una cota que oscila entre 12 y 20 metros bajo la rasante de la calle, fuera de la zona ocupada por los diversos servicios que la vida moderna acumula en el subsuelo de las grandes ciudades. Para la bóveda se emplea ladrillo corriente; en los estribos, mampostería o ladrillo, y en la solera hormigón de 300 kilos de cemento por metro cúbico de arena. La construcción avanza por anillos sucesivos de 2,50 a 5 metros de longitud, según la naturaleza del terreno.

La obra se realiza con sistemas mineros, el conocido como método belga, y a partir de la inauguración del metropolitano también como método clásico de Madrid. Durante la excavación se abre una pequeña galería en clave del túnel que se ensancha poco a poco, se protege y se entiba hasta permitir hormigonar toda la bóveda, que constituye el primer elemento excavado. Esta se sostiene en el terreno mediante un entramado progresivo de madera; se consolida con un encofrado y, cuando está afianzada, se excava la parte inferior a medida que se asegura el avance. De esta forma la galería se construye mientras se prosigue sin poner en riesgo a los trabajadores debido al hundimiento del túnel. Al abrir pequeñas secciones, es posible solucionar cualquier problema que pueda surgir de inestabilidad; la seguridad se basa en que se trabaja con un frente muy pequeño, normalmente inferior a 3 metros cuadrados.

Las obras de la línea número 1 Norte-Sur se adjudican a la empresa bilbaína Hormaeche y Compañía, que se compromete a realizarlas en quince meses. La firma vasca está formada por Juan y Domingo Hormaeche, los hermanos Castillo, Julio Egusquiza y Luis Beraza. La referida sociedad se queda con la concesión de los trabajos por una cantidad inferior al presupuesto formulado por los autores del proyecto. Durante el tiempo de duración de la tarea, contratan a 2.000 trabajadores que se afanan en construir, a golpe de pico y pala, y enterrados bajo el subsuelo de Madrid, los escasos cuatro kilómetros de este primer tramo.

«La labor realizada ha sido extraordinaria. Es un hecho que a la vista de todos está; pero lo que más ha sorprendido seguramente al público de Madrid, lo que ha producido una impresión gratísima, ha sido la rapidez con que se ha construído obra tan formidabJe y tan llena de dificultades. En el espacio de veintisiete meses fueron construidos cerca de cuatro kilómetros de bóveda, ocho grandes estaciones, talleres, las marquesinas de acceso, etc., etc. Hormaeche y Compañía han realizado su labor bajo las condiciones más difíciles, tales como las de no interrumpir el tránsito y cuidar con especial atención de no causar desperfectos en el alcantarillado ni en las conducciones de agua». La Prensa alaba las tareas hechas por la firma bilbaína y se jacta de que, además, «toda esta labor se realizó sin el menor accidente, que es el mayor timbre de gloria de la compañía constructora», escribe ‘La Correspondencia de España».

Atras quedan, sin embargo, las dos huelgas que declaran los obreros por discrepancias con la constructora. Los sinsabores del trabajo alcanzan cierta resonancia, pero mucho menos que el almuerzo con que el que los contratistas festejan con 1.200 obreros la terminación del túnel en la estación Glorieta de Bilbao. A cada obrero se le entrega una caja que contiene una tortilla, un gran trozo de jamón, un chorizo y un pastel. Se incluye además un puro, un vale para tomar un cafá en cualquier bar de Cuatro Caminos y una botella de vino.

La firma está especializada en la ejecución de obras públicas y privadas, explotación de minas y construcción ferroviaria. Con domicilio en la calle Rodríguez Arias 6, cuenta con un capital de 220.000 pesetas (unos 370.000 euros de hoy en día). Con un dilatada experiencia en la construcción de edificios (Hotel Carlton de Bilbao, por ejemplo), simultanea la ejecución del metropolitano madrileño con la de gradas en los astilleros Euskalduna, el ensanche y regularización de la ría bilbaína, y la construcción de un salto de agua en el río Cinca.

Sin embargo, los Hormaeche son desconocidos incluso en la tierra que les vio nacer y de ellos apenas si queda un vago recuerdo. El mayor muere a principios de los años 20. Domingo se hace con las riendas de la firma y juega un papel casi trascendental en la construcción civil durante las dos décadas siguientes hasta la Guerra Civil. El rastro de su negocio apenas está documentado, salvo por las austeras referencias del BOE en la adjudicación de contratos y obras de variada configuración y en algunos crípticos párrafos de la ‘Revista de Obras Públicas’. Poco más.

Quién sabe por qué un constructor de Bilbao consigue hacerse con los proyectos de obra pública más importantes de aquella época. Pero es revelador conocer el mundo que rodea a Domingo Hormaeche. Los patricios de las acaudaladas familias de Neguri llegan a figurar como accionistas de la empresa del constructor vizcaíno, un hombre forjado a sí mismo y autodidacta. En sólo una década, es habitual toparse en puestos claves de la firma con los nombres de Luis Beraza, Venancio Echevarría Cariaga, Francisco Horn y Areilza, Miguel Eskoriaza y Echave, Guillermo Ibáñez, Cándido Ostolaza, Juan Uranga, Santiago Innerarity y Valentín Ruiz Senen.

La presencia del Banco de Vizcaya también resulta fundamental para el buen éxito de la empresa. Enrique Ocharan Rodríguez y Venancio Echeverría y Careaga destacan como los grandes valedores del proyecto del metropolitano, cuando otras entidades rechazan su participación porque no confían en los resultados. Como director del Banco de Vizcaya, Ocharan llega a un acuerdo con Otamendi y sus socios para financiar la construcción del metropolitano. Promotor de obras de la importancia de Empresas Eléctricas de España, Babcock Wilcox, apoya también a Hidroeléctrica Española. Echeverría actúa en representación de la entidad bancaria, además de los tres socios fundadores, cuando se constituye ante notario la Compañía del Ferrocarril Metropolitano Alfonso XIII el 22 de enero de 1917.

Durante la inauguración del nuevo transporte, el 17 de octubre de 1919, el rey Alfonso XIII se interesa por los pormenores de la obra. Saluda efusivamente a Domingo Hormaeche que, quizá abrumado por el interés del monarca, se olvida del protocolo y comete el error de tratarle de usted, en lugar de emplear la obligada fórmula (majestad y/o señor). «A las tres y veinticinco llegó don Alfonso en automóvil, siendo objeto durante el trayecto de grandes manifestaciones de afecto por parte del público, que llenaba la calle de Bravo Murillo. Los balcones de las casas de ésta, y los de la plaza de Cuatro Caminos lucían colgaduras. Pocos segundos después de las tres y media apareció el primer tren, que se componía de un motor y otro remolque. Los concurrentes lo acogieron con grandes aplausos. Un minuto treinta segundos tardó en llegar el metro inaugurador a la estación del Tribunal de Cuentas, donde el ingeniero constructor dio cuenta al Rey de las dificultados que hubo que vencer para concluir este trozo, porque encontraron una alcantarilla que tuvieron que desviar. El rey puso gran atención y elogió los trabajos, que eran lo más acabado y sencillo en materia de ingeniería». El relato de la jornada en el diario ‘El Siglo Futuro’ no escatima detalle alguno sobre la inauguración.

Noventa años más tarde, Ángel del Río, cronista oficial de Madrid, glosaba en un magnífico prólogo de un libro sobre el aniversario del metropolitano su sentir sobre el metro, que describía como la ciudad por dentro (“90 años de metro en Madrid” ed.La Librería). «Era el inicio de un largo y fecundo idilio entre la ciudad que se desarrollaba en la superficie y la ciudad que empezaba a surgir en las profundidades, subterráneamente, bajo la otra. Era el comienzo de otro desarrollo de ciudad alrededor de un novedoso medio de transporte público, concebido para dar servicio a las capas más desfavorecidas de la población, y que terminaría convirtiéndose en el más eficaz, moderno y rápido de todos los sistemas de transporte públicos del mundo». Ni en Bilbao se remata así una efeméride como ésta.

(Este artículo fue publicado en la web de El Correo el 25 de febrero de 2016)